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¿Y si el odio no se va?

  • pedrocasusol
  • 26 ene
  • 2 Min. de lectura

Escribe: Alfredo Coronel Zegarra


En todos lados encontramos gente que se manifiesta intensamente de distintas formas en contra de algo o alguien. Puede ser haciéndole frente a un gobernante, a una política pública, una decisión judicial, a un grupo de individuos o una actividad empresarial. Este desagrado se torna, muchas veces, en una franca animadversión que adopta diversas formas de aborrecimiento con distintos grados de virulencia. En general, son declaraciones públicas y privadas de odio que se practican de forma presencial y constantemente a través de las redes sociales.


Sin recato ni respeto con los que podemos tener otras ideas, exteriorizan esta emoción apasionadamente donde fueren en cualquier espacio. Incluso, en ocasiones, este tiene un carácter intrínsecamente contradictorio, por ejemplo, cuando expresamos rencor hacia otra persona ya que la misma a su vez le tiene antipatía visceral a aquello con lo que simpatizamos. Es así que terminaremos con un trabalenguas mental: “¡Odio a los que odian!”.


Debemos reconocer que esta situación es parte de nuestra naturaleza como humanos, siendo una pasión descrita como contrapuesta, pero cercana, al amor. El dicho dice que del amor al odio hay un solo paso.


Lo hallamos alrededor de rencillas de pareja o conflictos familiares. También en litigios de negocios, entre hinchas en clásicos deportivos, reclamando sobre derechos o en algún tipo de activismo militante y, sin duda, en la arena política. Un caso común pero llamativo es cuando se refieren a cuestiones sobre la espiritualidad. Supuestamente, la mayoría de credos buscan la armonía y el bien del prójimo, en consecuencia, resultan chocantes los llamados a hostilizar al que abraza una fe distinta.


El bienestar anímico de ambas partes se ve afectado de múltiples maneras, tanto el sujeto activo, el que odia, como el pasivo, motivo del odio, sufrirán los efectos de esta actitud. Aunque, en ciertas oportunidades, las causas de dichas iras lo tendrán merecido. De esa forma, el rechazo y la desafección estarán validados cuando, entre otras, abominamos actitudes dictatoriales, despreciamos agresiones a indefensos, detestamos actos que denigran creencias o violentan libertades. Igual será complejo manejar estas reacciones.


Admitamos, de otro lado, que este sentimiento difícilmente es una buena guía para resolver problemas y, más bien, probablemente generará más confrontaciones. ¿Sería posible aislarlo mientras negociamos tratando de alcanzar acuerdos?


Algo tan poderoso afectará el espíritu de quienes lo profesamos. Seremos quienes viviremos con esa sensación desagradable. Y, entonces, ¿qué pasa cuando la causa de esta enemistad desaparece? ¿Qué sucede con esos ímpetus suscitados, hacia dónde canalizaremos esa energía negativa? Hay demasiadas circunstancias imprevisibles que no controlamos; con aquellas que sí lo hacemos, ¿intentaremos, aceptándolas como naturales, cambiarlas por demostraciones propositivas?



 

 
 
 

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