Un jueves en Versalles
- pedrocasusol
- hace 21 horas
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Escribe: Rubén Córdova
Lo había visto en el patio esa mañana: solo, asustado, mirando a todos lados, apretando el cuaderno contra el pecho, tiritando de frio, perdido, con la actitud de los cuyes en feria cuando van a ser vendidos, cuando son desprovistos de sus escondites. Corrió detrás del quiosco que permanecía cerrado desde hace muchos meses y ahí se escondió.
Era muy temprano, tan temprano que Albino, el viejo guardián del colegio había dejado abierta la reja de entrada de par en par y había vuelto a la cama, ya que contra todo pronóstico hacía frio, a pesar que era mitad de año y nos encontrábamos en verano; pero estas cosas ocurren con el clima, especialmente en la sierra, donde las montañas deciden el día luego de despertarse; y pues se suponía que esa mañana debía ser muy soleada, con un cielo azul y limpio, sin nube alguna que distrajera la contemplación del infinito en el firmamento, más nubes negras y grumosas se iban aglomerando, empujándose entre ellas, como queriendo ver al recién llegado, aquel que estaba parado en el patio del colegio de primaria, porque en nuestro pueblo no había educación secundaria; y ahí estaba él, con el cabello “trinchudo” peinado hacia adelante, los ojos negros debajo de unas cejas muy pobladas, las mejillas y manos tostadas, cuarteadas, quemadas, indicando la presencia del paso del friaje por su rostro y tal vez su cuerpo, pequeño, delgado, famélico, cuyo descolorido uniforme remendado en varias partes, con parches en los codos y rodillas, claramente hacían indicar que antes había pertenecido a alguien más.
La señora que lo trajo, me era conocida, trabajaba en la casa más grande del pueblo, era la que cocinaba dos veces al día, la que lavaba ropa, la que limpiaba la casa, la que podaba el jardín, la que lavaba los dos coches, la que le hacía las tareas al hijo de los patrones de la casa, la que tenía que estar de pie en la puerta del mercado muy temprano, porque le habían advertido que las comidas deberían ser preparadas con cosas frescas, y nada más fresco que levantarse a hacer las compras antes que siquiera el gallo haya cantado. La había visto conversar con mi mamá varias veces en el puesto del mercado donde vendíamos humitas, dulces y saladas, que nos costaban bastante trabajo prepararlas ya que había que triturar los granos de choclo en la oxidada y vieja moledora de mi abuela hasta hacerlos una pasta pegajosa, siempre yo terminaba con las manos adoloridas y con sueño, ya que nos quedábamos hasta tarde haciendo esa faena y teníamos que levantarnos muy temprano para ser los primeros en llegar con las humitas calientes y humeantes a las cuatro de la mañana; aún con el cielo negro; a nuestro puestecito en el mercado, donde ya se apretujaba una cantidad importante de obreros de la Peruvian Corporation esperando por su desayuno con su mate de coca, manzanilla o muña, que servíamos en enormes y despostilladas tazas de metal. – “¡Sírveme como para obrero!” – le decían a mi mamá, mientras me apuraba para que repartiera las humitas –“Apúrate, no derrames las cosas, no seas sonso”- me repetía ella, y los obreros reían de buena gana, mostrando sus dientes amarillos, algunos con incrustaciones de laminillas de oro en los frontales y molares, enfundados en grandes ponchos, frotándose y soplándose las manos para darse calor, mientras discutían sobre la política local, mientras hablaban sobre el señor Dorian o el “patrón Dorian”, como le decían, que había ganado recientemente las elecciones del pueblo y se había convertido en alcalde, luego de ganarle al viejo Apolinario Cajachagua; ex maestro del pueblo, quien había enseñado la primaria a casi todos o todos en el pueblo; y se había ganado el cariño de la población, pero un chisme que corrió como reguero de pólvora, sobre su familiaridad con un grupo de abigeos, lo había condenado sin haber sido siquiera comprobado ese cotilleo, porque en este pueblo se puede perdonar cualquier cosa menos dos: ser ladrón de ganado y no regalar licor en una fiesta.
Por lo que el patrón Dorian no tuvo con quien competir, y ahora era el nuevo burgomaestre, alto, gringo, panzón, con el vozarrón que hacia callar hasta a los mismos truenos, bebedor incontrolable de chicha de jora y amante furtivo de las mujeres de sus obreros, porque Mr. Gringo Dorian Grieve también resultaba que era el gerente general de los ferrocarriles de la Peruvian Corporation - ¡Oh que ganador mister Dorian! - y vivía en esa mansión de dos autos, y jardines recién podados, donde siempre estaba listo el desayuno a las seis de la mañana con frutas, panes, carnes y humitas frescas recién traiditas del mercado, aunque muchas veces la patrona de la casa, la esposa del gringo Dorian, despotricaba contra la sirvienta por su afán de que la familia degustase comida del pueblo. – “¡Agh! ¡No me traigas comida de cholos!”- chillaba al entrar a la cocina y pasar revista a las compras matutinas.
Fueron apareciendo de a unos, por grupo, los alumnos, en el patio, yo los veía arrivar a todos, puesto que había llegado mucho más temprano que cualquiera, luego de terminar mi labor en el mercado. Me había colado por el patio de atrás, que tenía una tapia bien baja, fácil de trepar, y estaba dormitando en el salón de sexto grado, donde había carpetas de a tres y podía estirar las patas. Pegaba mi nariz contra el vidrio helado, limpiando con la manga de mi chompa las gotas de rocío que me empañaban la vista, me estire desperezándome y salí al patio para buscar al chiquillo que había llegado temprano. Al buscarlo tras el quiosco, no lo encontré, pensé que tal vez se había escondido en otro lugar, pero unas carcajadas me alertaron que los hermanos Julio y Carlos Zumiga, ya lo habían descubierto y lo tenían acorralado contra una pared preguntándole mil cosas, que por contestación no había ninguna, otros alumnos también empezaron a rodearlo ¡Pobre chiquillo, que chaposo se estaba poniendo!
Ya en el salón, me ubiqué como siempre en la esquina de al fondo, guardando un sitio para mi amigo Antonio, que había estado en el mercado también esa madrugada estibando con la carga de los camiones llenos de papa que iban hacia Lima, nos habíamos saludado y me contó que su mamá había estado enferma toda la semana, algo le dijo el boticario, ya que no había médicos en el pueblo: paludismo; no sabía lo que significaba en ese momento, creí que tenía algo que ver con que la piel se ponga pálida; y que debido a ese mal, tenía que estar en reposo, por lo que Antonio, que era de mi edad, debía ocuparse del mercado mientras su papá trabajaba en el ferrocarril.
En la primera carpeta, cerca al pupitre del profesor, se sentaba siempre Fariña, se podría decir que era el “chancón” de la clase, siempre con sus veintes que no pocos envidiábamos, con sus panes chapla rellenos con queso que traía para el refrigerio e invitaba sin distinción, el juego de damas, regalo de su tía Susana, que sacaba en el recreo y todos podíamos participar, un buen compañero de aula, alguien del que se podía aprender algo; y tal vez fue por eso que al chico nuevo, al pequeño indiecillo que vi hace unos instantes, lo sentaron junto a él. Paco dijo que se llamaba, con voz temblorosa y creo que con los ojos a punto de lagrimear, alcanzo a decir su nombre a exigencia del profesor. De apellido Yunque, el único en el pueblo que lo tenía, por lo que se hizo famoso ya que muchos empezaron a jugar con su apellido y cambiárselo: yunque, trunque, funque, ayunque, enfunque, buque, truque, duque, mugre y un sinfín de cosas, muchas de ellas sin sentido pero no importaba, y el pobre Pacotilla; como le decía yo; se le volvían rojas las mejillas cada vez que escuchaba como degeneraban su apellido, hundía la cabeza entre los brazos cruzados y seguro estoy que se soltaba a llorar.
También lloró cuando al salón llegó Grieve; el hijo del alcalde, y al descubrirlo en la carpeta de adelante con Fariña, se acercó de puntillas por detrás y jaloneo a Paco, arrastrándolo hacia una de las carpetas traseras mientras le daba una patada en las ancas, riendo y diciéndole: - “¡buenos días!” - Este era un juego que se había puesto de moda entre la chiquillada del pueblo, en especial del colegio, consistía en darle una patada en las posaderas, la más fuerte que se pudiera, a cualquier compañero mientras estaba desprevenido, solo por la mañana, a quien no hayas visto desde el día anterior y no haya alcanzado a darte el santo y seña para salvarse de tremenda coz en el culo. Paco se dejaba mangonear por Grieve; que de nombre le pusieron Humberto, que en casa sus padres le llamaban “Humbertito” o “niño Humbertito”, para marcar distancia con los empleados domésticos, quienes debían tratarlo de “usted niño”, dejando en claro que esa enorme brecha entre proletariado y terrateniente jamás debía ser cruzada, sin importar lo déspota, engreído, mal humorado y cruel que podía ser el niño Humbertito o tuertito, muertito y hasta apestocito, quien había rebuznado frente a todo el salón que Paquito era su “muchacho” y tenía derechos sobre él de tratarlo como le diera su gana. Nunca me cayó bien, semanas atrás me había peleado con él, ambos éramos entre otros cuatro o cinco, los más grandes del salón y al haberle pegado, su mamá fue a hablar con la mía y por castigo establecieron, sin contar con mi aprobación claro, que debía ir a la casa de insectito a ayudar los fines de semana hasta que la ofensa sea saldada.
No recuerdo mucho lo que aconteció después de que Grieve se llevará a Yunque a su capeta; es que en verdad me moría de sueño y no presté mucha atención; sé que hubo una pantomima de trifulca entre Grieve y el profesor; ya que este tenía pavor de hacer cualquier cosa contra el hijo del señor Grieve, de quien se rumoreaba había contratado al profesor, de cara colorada y moco de pavo, para que le hiciera un “trabajito” relacionado al robo de unas ovejas a cambio de limpiar su imagen de borrachín y mano larga; por lo que la cosa no paso a mayores o así lo percibí yo, solo una escueta advertencia del profesor hacía Grieve: - “usted es un niño decente Grieve, un niño decente como usted no puede mentir” -. -“Entonces profesor, los pobres, los cholos ¿si podemos mentir?” - una voz infantil pero enérgica se hacía eco por las paredes, todos miramos hacia adelante y ahí estaba Fariña, parado al lado de su carpeta, con los puños cerrados, la respiración agitada y los ojos bien abiertos, reclamando por todos, respondiendo heroicamente por todos, defendiendo a Paco, dándole voz a quienes prefieren callar ¡Ese era Fariña!
Luego llego Antonio, a quien castigaron, otra vez, por llegar tarde. Antes del recreo hubo que hacer un ejercicio sobre unos peces que vivían en la sala de Grieve o algo así, cosa que no hice porque se me cerraban los ojos, y al parecer Yunque tampoco lo hizo, quedándonos los dos castigados; por no hacer la tarea y Fariña por pegárselas de prócer; luego de que todos se fueron a sus casas. Desde ese día fuimos amigos hasta poco más de convertirme en adolescente.
Los fines de semana íbamos Antonio y yo a la casa de los Grieve, enviados por nuestros padres, para ayudar a la señora de la casa en cualquier tipo de quehacer, por lo cual nos pagaban un cuarto de peseta a cada uno y por desayuno y almuerzo, las humitas sobrantes de la semana que yo mismo les vendía. En varias ocasiones nos cruzábamos con el pequeño Paco, siempre con el rostro triste, siempre desempolvando, retirando el barro, lustrando y sacando brillo a la larga fila de zapatos que acumulaban los Grieve a lo largo de la semana y le habían encargado ese trabajo a él justamente, por tener manos pequeñas que podían llegar a pulir los surcos más escondidos en el cuero; a pesar que Paco había reclamado a su mamá que esta labor le hacían sangrar entre sus uñas, también se quejó por los golpes que le propinaba Humberto, en el pecho, en la pierna, en el comedor, en la sala, en el jardín, incluso en la cocina, delante de su mamá y delante de la patrona, y la primera solo habría murmurado, como suplicando, con la cabeza gacha y mirando el suelo: -“No, usted niño. No le pegue usted a Paquito, no sea usted tan malo”-
Ante el justo reclamo de Paco, sin pronosticar que la labor de lustrador de zapatos la acarrearía todos los fines de semana en los años venideros, su mamá le había respondido: - “¿Y que quieres que yo haga, que le diga a la señora para que nos bote y no tengamos que comer? ¿Quieres volver a la choza, ahí muerto de frío y sin tener ni que comer? ¡No le vayas a decir nada a la señora que te pega el niño Humberto, estas escuchando! ¡Mírame! cuando el niño Humberto te pegue, te aguantas nomás, te aguantas nomás hijo, es lo único que puedes hacer” fue lo último que le dijo casi en un tono de resignación.
Desperté de estas cavilaciones y recuerdos de hace muchos años atrás cuando aún era un niño; unos rayos de sol me dieron tímidamente sobre el rostro y su calor me hizo volver a mí presente, alejándome de los recuerdos. A pesar que era verano, el viento soplaba apaciblemente, no hacía demasiado calor y el cielo no amenazaba con ningún aguacero. Hace un tiempo ya vivía en París y hoy jueves me había citado mi gran amigo Juan D. Córdova, por oficio fotógrafo, en estos jardines de Versalles, para conversar y tal vez realizar algunos retratos. Georgette tardaba en llegar, lo mismo que Juan, por lo que decidí dar un paseo por los alrededores. Me acerqué a un grupo de estos llamados “lustrabotas”, me retire el saco y el sombrero, dejé a un lado el bastón, arremangue mis bastas mientras el embolador se acomodaba a mis pies y me preguntaba con un rudimentario francés: -“ vous le voulez avec de la brillance?” –A lo que respondí: “oui s’il vous plait”– con marcado acento andino que era por demás muy notorio.
Casi de inmediato, mi lustrabota levantó el rostro y nuestras miradas se encontraron. “¿César?” – me preguntó. “¿Paco?”- respondí.

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