Nar jahannam
- pedrocasusol
- hace 7 días
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Escribe: Francisco Dahoud Kattan
Me levanté aturdido con una contusión craneal que justificaba mi latiente dolor de cabeza. El extenuante calor persa se presentaba como nunca antes, necesitaba urgentemente agua ya que con mis escasos 50 kilos era fácil deshidratarme. Mientras frotaba el prominente golpe, se iba esclareciendo mi borrosa visión para dar paso a la incertidumbre. Estaba cautivo en un ambiente totalmente ajeno, se trataba de un reducido espacio con un área no mayor a los 6m2, erigido por erosionados muros de barro, que el menor movimiento terráqueo conseguirían desplomarlo. Se imponía un repugnante olor, proveniente de la mezcla de orines y heces que rebalsaban de un silo carente de cal, estos, a su vez, se re mezclaban con el enmohecido aroma de un recinto de escasa ventilación. Una ridícula teatina daba pase a la luz. A través de un estrecho y lúgubre corredor, que no se alcanzaba a divisar donde desembocaba, se colaba el aire en la celda por ese umbral resguardado de oxidados barrotes de fierro forjado. Sobre el polvoriento piso, se vislumbraban un par de esteras que hacían de camas… eso me hizo pensar que aparte de mí debería haber otro ocupante, entonces… ¿Dónde estaría?
Me aproximé con vehemencia hacia la reja disponiéndome a gritar, esperando captar la atención de alguien que esclareciera la inusual situación y me liberara. Pero al tiempo en que expulsaría mi primer alarido de socorro, se escucharon unos pasos y rastras de cadenas acercándose, esto me hizo declinar. Agucé mi mirada por ese tenue corredor y alcancé a ver un atemorizante sujeto de unos dos metros y cien kilos de animalada musculatura, remarcada por una maltratada tez cobriza. Tenía un oscuro pelaje que le llegaba hasta el hombro y el cerquillo le cubría medio rostro, disimulando la horrenda cicatriz que surcaba su cara desde la sien al mentón. El sonido de cadenas provenía de los grilletes que apresaban sus extremidades. Era necesaria la presencia de seis guardias armados con filosas cimitarras para escoltarlo, ya que su intimidante corpulencia hacía parecer alfeñiques al común de los mortales.
Uno de los guardias apresuró el paso en dirección a mi prisión y a medida que buscaba la llave para abrir la reja, comencé a interrogarlo:
-¿Qué hago aquí?, ¿Con quién puedo hablar?, Comunícame con tu superior, ¡al menos dame agua!, ¡Contéstame!
Sin siquiera mirarme, se remitió abrir la celda. La punta de su sable amenazante en mi garganta me hizo retroceder, para darle paso a este brutal ser. Los guardias faltantes ingresaron con el reo y lo pusieron contra la pared donde raudamente lo despojaron de sus cadenas y sin perderlo de vista fueron hacia la salida sin relajar la espada empuñada. Nos dejaron encerrados y uno de los escoltas, que se alejaba, sarcásticamente comentó:
-Ojalá que resista su nuevo compañerito.
Recosté mi sediento y fatigado cuerpo sobre un rincón de ese menesteroso recinto y solapadamente observé a este peculiar individuo. Aunque el ambiente cada vez se tornara más tenso, no me atrevía a dirigirle palabra alguna que consiguiera disipar la agobiante situación. Además, él aún, ni siquiera había notado mi presencia ya que mantenía la posición en que lo habían dejado, contra la pared. Se mostraba inquieto, su cuerpo oscilaba lentamente y con tosca voz, clamaba susurrando incoherentes frases:
-¡Entrañas infernales renacen infinitamente!
Ese insano comportamiento, me mantuvo petrificado en pavor, apenas si respiraba creyendo utópicamente que si mantenía esa postura nunca sería advertido, pero no fue así…
Violentamente giró su inmensidad y mirándome increpó:
-¡No soy ningún necrófilo, sino te hubiese cogido cuando estabas inconsciente!
Esas desconcertantes palabras consiguieron aterrarme aún más. Se aproximó a mí temblorosa presencia y olfateándome, susurró:
-Hombre, hiedes a miedo… Hoy descansa tranquilo, se te ve exhausto. Te quiero bien fresco para aprovecharme de ti, a mayor resistencia, mayor mi placer. Ja, ja, ja, ja…
Sin poder conciliar sueño, vigilé durante toda la noche a mi posible agresor, y mientras más lo observaba, veía que desarmado no tendría oportunidad de defenderme ante el inminente ataque. Entonces, necesitaba un arma, pero… ¿cómo obtenerla?
Los primeros rayos de luz ingresaban por esa deplorable teatina y los guardias se apersonaron a mi celda, bruscamente me abordaron y sin decirme adonde nos dirigíamos, me instigaron a caminar.
El sombrío corredor desembocaba en un abúlico patio central y en cada esquina, del octagonal espacio se imponían torres de vigilancia, habitadas por atentos arqueros dispuestos a matar ante la mínima revuelta. Atravesamos el patio y nos vimos frente a un portal morisco lapislázuli maravillosamente ornamentado, al verlo, pensé encontrarme en la mitológica “puerta de Istar la que derrota a sus enemigos” en Babilonia, la belleza del lugar se veía magnificada por el contraste con la derruida arquitectura del presidio. Tras el arco, se vislumbraba un palacete de exquisita belleza. La distribución, era muy similar a la del reclusorio, pero en este caso el patio central, estaba decorado por excelsos jardines de exóticas flores y rodeado por galerías compuestas de columnas de puro mármol, talladas con representaciones de triunfos bélicos persas, de ahí dos niveles de confortables habitaciones, daban alojamiento a los diferentes militares que resguardaban el lugar. Continuamos nuestro recorrido hasta una habitación que parecía el recinto de un personaje real, las paredes estaban revestidas de los más deslumbrantes azulejos, finas sedas se entrelazaban en las alturas del ambiente para crear lo que pareciera un apacible mar flotante, dejando entrever una cúpula central adornada por un fresco de Darío I venciendo a un Grifo. Dispersos almohadones hacían de muebles y selectos jarrones de oro artísticamente grabados eran el pináculo de la ostentosidad que se respiraba en el espacio.
Un personaje descansaba en uno de los almohadones, debidamente atendido por un par de muchachas de pocas prendas, que parecían sus esclavas y resguardado por impertérritos vigilantes soldados. Al advertir mi presencia rompió su reposo, levantándose, soberanamente se presentó:
-Soy el General, amo de este recinto, este es el Paraíso y aquí soy Dios.
Observando a ese remedo de Jerjes, un tanto atrevido acoté:
-Si esto es el paraíso, la prisión es el infierno.
Con semblante risueño el general contestó:
-Je, je… Tu celda es únicamente donde expías tus culpas, el verdadero infierno está justo fuera de estas paredes. Nos encontramos en el mismo centro del desierto más hostil y aprovechando que la sabia naturaleza nos dotó de un oasis, algún visionario levantó el presidio que alberga a la escoria de nuestro mundo, así, estos seres rastreros pulularan perpetuamente por esos pestilentes calabozos, sin siquiera tentar escapar, pues el horror del desierto es algo que la maldad humana no podría emular. Ahora los mortales del universo dudan romper las leyes persas por el temor de ser condenados a una vida en “Nar jahannam.” (1)
Un tanto alterado por el comentario y bastante desesperado exclamé:
-¡Aún nadie me ha explicado por qué estoy aquí! -Con aire pomposo el general respondió:
-Esos temas los aclararás con mis subordinados… Amablemente me ofreció agua.
-Sírvase y sacie su evidente sed. -Prácticamente le arrebaté la jarra, caí desplomado sobre mis rodillas y bebí empinando el recipiente hasta dejarlo seco. La autoridad volvió a su descanso y con un chasquido de dedos dio la orden de retirarnos.
Retomamos rumbo hacia el presidio y nos vimos en una habitación similar a la que yo habitaba, pero este mísero espacio, era un tanto más amplio. El sombrío ambiente se mostraba decorado por un cilindro de unos dos metros de alto, que parecía estar lleno con cenizas hasta cierta altura, además, se veía un par de pestilentes artesas arrumadas en el cuarto. Cierto individuo aguardaba ansioso mi presencia, sus ojos revelaban una enigmática mirada que sutilmente dejaba esbozar cierta malicia, me recibió con una sonrisa, esas en las que uno no puede confiar. Entre sus manos dejaba entrever una tablilla de barro marcada con diversas inscripciones. Sin siquiera presentarse me interrogó:
-¿Sabes algo de esto?
Con rostro perplejo respondí:
-No sé de qué me habla para mí es simplemente una pieza de barro marcada…- Viendo bien la tablilla, se me hacía un tanto familiar y después de meditar unos segundos le dije:
-Ahora recuerdo, yo soy artesano de profesión, un desconocido, llegó a mi taller y me encomendó su elaboración; hizo el pago justo y se marchó. -Con ira el interrogador increpó:
-¡Crees que soy tonto!, estas marcas son escritura cuneiforme y revelan un complot contra el General y la devastación de “Nár jahannam”, ahora confesarás. ¡Soldados llévenlo al cilindro!
Me tomaron de los brazos y todo forcejeo fue inútil. Me vi frente a un espigado cilindro y fui arrojado de cabeza en su interior. Una máquina, a modo de aspas, revolvía sin cesar unas cenizas contenidas en el ambiente y cuando estaba a punto de sofocarme, los soldados detenían la tortura, me permitían respirar por un instante y repetían la acción reiteradas veces gritando:
-¡Confiesa!
Me resistí a admitir falsa culpa, aunque el suplicio estuviera quebrantando mi voluntad, sabía que la eterna condena en la prisión era infinitamente peor. Se presentó mi interrogador y sarcásticamente comentó:
-Aún no confiesas…, se te ve hambriento; ahora comerás. ¡Soldados las artesas!
A rastras terminé en el patio del presidio introducido en una artesa. Luego me cubrieron con otra sacando mi cabeza, manos y pies por agujeros hechos para este propósito. En esta postura me obligaron a comer, me hicieron beber miel disuelta en leche y con la misma frotaron mi rostro. Con ayuda del sol, este menjunje atraía innumerables insectos. A pesar de todo esto me mantuve firme por varios días y no acepté la falsa confesión. Pero bastó que gusanos brotaran de mis propias heces almacenadas en las bateas y empezaran a comer mis entrañas, para que amedrentado por dolor y pavor; terminara confesándome como jefe intelectual del complot en cuestión. Así les servía de chivo expiatorio, para tranquilizar al General inquieto por el plan en su contra.
Ya confeso, guardias me llevaron a un cuarto donde aguardaba otra artesa; horrorizado gritaba:
- ¡Piedad ya no!
-Los soldados echando a reír simplemente dijeron:
-¡Báñate! Ahora volvemos -y me aventaron una harapienta pero limpia túnica. Mientras intentaba eliminar mi hedor corporal, observé que estaba en compañía de un encadenado can que jugaba con un gran hueso. Cautelosamente me acerqué y del mismo modo le arrebaté ese fémur. Lo puse en ángulo contra la pared y de una fuerte pisada lo partí, así escogí la pieza con la punta más filosa, devolviendo la sobrante al inquieto animal. Arranqué un pedazo de túnica y con esta até a mi muslo el trozo óseo para pasarlo desapercibido. Al rato llegó mi escolta y me trasladó a mi celda donde me recibía mi bestial compañero diciendo:
-Te había extrañado, hoy nos divertiremos.
A medida que nos abandonaron los guardias, instintivamente y con movimiento cuasi felino, atravesé la tráquea del demente con el astillado hueso… Sus ojos reflejaban incertidumbre y terror, las manos en la garganta no detenían el profuso sangrado, desesperado, se esforzaba por emitir un grito de auxilio. Extrañamente empecé a disfrutar del espectáculo, ¿en qué me estaba convirtiendo? Ya su sangre había teñido media habitación y fue suficiente para verlo inerte en el suelo. Unas horas más tarde un soldado rondaba la prisión y advirtió el cuerpo sin vida de mi antes inminente agresor. Mirándome expresó:
-Tú lo mataste, ahora deshazte del cuerpo.
Con gran dificultad arrastré el pesado despojo humano al patio y a la caída de la noche terminé con la labor de enterrarlo, cogí una de sus prendas y mirando al guardia le dije:
-La guardaré de trofeo. -Simplemente el guardia sonriente me llevó de regreso a mi celda…
Lo había decidido, aunque se me hubiese advertido del inimaginable horror del desierto; intentaría escapar. Nunca concebí el quedarme en esa horrenda prisión. Para lograr mi huida requería de tiempo y paciencia. Esperaría la presencia del sueño en reos curiosos, así; mis uñas diariamente acuñaran un bloque de los erosionados y espesos muros de barro en mi celda, buscando abrir un boquete liberador. El progreso sería disimulado por la prenda arrebatada, que colgaría como trofeo y solapadamente día a día, eliminaría la tierra excedente en el patio aprovechando la hora diaria de luz que se nos brindaba.
Durante tres años aprendí a vivir de acuerdo a las leyes del presidio, pasé de ser un apasionado artesano, a un vilipendioso ser, que adquirió respeto a raíz del asesinato de mi monstruoso compañero. No hablaba con nadie y si algún reo se atrevía a cruzar mirada, lo atacaba brutalmente. Muchos rondaban marcados por mí, tuertos, sin oreja o nariz, eran ejemplares de mis desequilibrados ataques. Aprendí que la vehemencia era lo único que me mantendría con vida, quedándome sólo como acto racional, la ejecución del plan de huída que pronto concluiría…
Recuerdo bien ese día, miraba agradecido y un tanto nostálgico los callosos y fortalecidos dedos de mis manos, que habían conseguido el objetivo trazado: Horadar la pared lo estrictamente necesario para concretar mi escape.
Las últimas horas se hicieron eternas, a la espera del velo nocturno que disimularía la inminente fuga. Terminaba mi paseo en el patio al ocaso, recostado en una de las paredes de mi celda, miraba fijamente la prenda que por años mantuvo en secreto mi plan, vigilaba el harapo, como si temiera perderlo. La madrugada se encargaba de hacer dormir a los presos de celdas aledañas a la mía. Y entre silencio y ronquidos… Alcanzaba mi libertad.
Mientras corría por la irregular topografía del desierto, fui advertido por arqueros en las torres. Las saetas zumbaban como insectos al oído y mi corazón bombeaba desesperadamente, por exaltación y pánico. El cielo se mostraba carente de nubes, las estrellas y el pleno lunar iluminaban el paraje de manera sorprendente. El General desde cierto balcón palaciego, deleitaba del espectáculo nocturno. Prestando atención vio al hombre que corría esquivando flechas, rompió cierto rato su distracción, se precipitó al patio central de la prisión e increpó a los soldados detenerse:
-No desperdicien armamento, ahí va un muerto en vida.
Vagué por el desierto, durante tres amaneceres. El incandescente océano de arena y la falta de agua y comida, sentenciaban mi suerte. Di mi último paso, desplomándome de boca, justo debajo del sol de medio día. Las ampollas de mi cuerpo empezaban a gangrenar, la deslumbrante luz solar, apenas si permitía dejarme ver siete aves carroñeras que aguardan el pútrido manjar. Cinco buitres descendieron y sin respetar el tenue respirar, rasgaban mi piel, dejando expuestos huesos y músculos. El par de aves restantes las vi aproximarse, lo insólito fue que, en vez de buitres, se presentaron dos individuos alados de idéntica fisionomía, pero de distintas vestiduras, unas blancas y las otras negras. Empezaron a discutir sobre la posesión de mi alma, sin ser conscientes que aún no había muerto. El de blanco comenzó diciendo:
-Cuarenta años de su vida fue un ser ejemplar y los últimos tres, víctima de calamitosas circunstancias, cayó en errores de los que creo está arrepentido y por eso se irá conmigo. -El demonio refutó:
-Simplemente supones su arrepentimiento, pero no alcanzó a expresarlo; por ende, no es válido tu argumento y su ánima me pertenece… -Así discutieron largo tiempo, hasta que el ángel bastante fastidiado manifestó:
-Tú estás acostumbrado al calor infernal, para mí ya es molesta mi estancia en este desierto, así que deliberemos como tantas veces… -El maléfico con moneda en mano preguntó:
-¿Cara como de costumbre?...
Indignado por el suceso, la cólera me reavivó y sin poder aceptar que se rife mi alma. Despedí una imprevista manifestación de fuerza y como acto final, precipité mis manos de potentes dedos laboriosos, a las gargantas de los distraídos seres, haciéndolas estallar de un solo apretón. Los enviados, se desvanecieron ante mis ojos y rendido finalmente creí caer…
Mi alma sin dueño erraba por el desierto en compañía de los buitres, que como a Prometeo, día a día, se alimentaban de mis “entrañas renacientes infinitamente”.
Cierto día de mi ineludible vagabundear, divisé las ruinas de alguna civilización y a cada paso, los restos se me iban haciendo familiares. Un ser de similares condiciones a las mías, rondaba los derruidos muros, aunque en su caso, los buitres le habían privado de visión. Pasmado quedé al identificar lo que era sino un vestigio del General. El mentado complot de la tabilla fue exitoso y el espacio no era más que “Nar jahannam”. Curioso, me acerqué a él, que advirtiendo mi presencia preguntó:
-¿No ha visto mi palacio?, hace tiempo lo busco y sólo recuerdo a un ente alado de negro vestir, que exclamó: ¡Salió Sello!, hoy gano.
Mantuve el silencio y sin sentir lástima continué mi camino.
Mi última prueba la respondí con ira, la falta de fe me había condenado. Ahora mi conciencia reprochará perpetuamente el impedir la intervención del ser de blanco en el azar del volado. A diferencia, la soberbia del General lo condenó con más rigor, él no podrá disfrutar del apacible cielo nocturno del medio oriente y eternamente buscará sin sentido su falso Paraíso en este desierto infernal.

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