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Las tres Marías

  • pedrocasusol
  • 13 ene
  • 41 Min. de lectura

Escribe: David Vidal


El cielo de la tarde se encontraba adornado con nubes grisáceas, un preludio de la tormenta venidera que azotaría Huánuco en pocas horas. Algunos truenos ya se escuchaban a la distancia, todavía sin el destello de los relámpagos que, descansando todavía, esperaban ansiosos para entrar en escena. Algunas gotas empezaban a caer, incesantes, sobre el cerro San Cristóbal y las centenares de viviendas que hace decenas de años se habían asentado en ese páramo olvidado por las autoridades huanuqueñas. Y caía la lluvia como pequeños misiles que explotaban y hacían un ruido característico sobre el techo de calamina de la casa de Esteban que, ajeno a la tormenta venidera, se enfrentaba a una tormenta interna. Los relámpagos ya refulgían en su interior con más intensidad que los que se empezaban a asomar en los cielos. Y todo ello ocasionado por un simple y escueto mensaje: Esteban, estoy embarazada. Y tendré al bebé.


Esteban recién se había graduado del colegio nacional Leoncio Prado, uno de los más prestigiosos y antiguos de la ciudad de Huánuco. No había sido un buen alumno, pero tenía las esperanzas de estudiar para postular a alguna universidad pública, completar una carrera universitaria y así acceder al tan ansiado salario universal, reservado únicamente para aquellas personas cuyos trabajos podían ser reemplazados por la inteligencia artificial.


Y es que era de conocimiento generalizado que muchos profesionales como abogados, administradores, contadores, programadores y hasta ingenieros habían sido compensados con un salario universal al perder sus trabajos y no poder competir en contra de la IAs. Y, debido a que los robots todavía estaban en implementación, los humanos seguían ejerciendo trabajos manuales como labores obreras, de limpieza, cocina, entre otros. Por su parte, los sindicatos, odiados por unos y amados por otros, habían frenado en parte los vertiginosos cambios e impidieron que los recién implementados robots acaparasen gran cantidad de puestos manuales.


Sin embargo, Esteban y su madre pertenecían a la población informal que desde la implementación del salario universal había quedado relegada, pues no recibían bonificación alguna. Y el discurso que ahora se erigía y pululaba por la boca de muchos era el de estudiar, salir adelante, ser profesional y recibir el salario universal. Y ese era el axioma en el que creía fervientemente la madre de Esteban y hasta el mismo Esteban. Pero todo ello se estaba desmoronando frente a sus ojos y al compás de rayos y truenos cuyo despliegue parecía iluminar todo el cielo.


Esteban no sabía qué hacer, no sabía si rogarle que abortara, si decirle que la iba a apoyar, de todas maneras no hacía mucho que conocía a Pamela y no era amor lo que sentía por ella.


Todavía temblando, dudando si por el frío o los nervios, la llamó para tratar de convencerla de hacer lo que mejor podían hacer en esas circunstancias.


—¿Aló? Pamela, recién veo tu mensaje…


—Esteban, sí, estoy algo…emocionada.


—¿Si?


—Sí, sé que soy joven pero…pero creo que es una bendición del cielo. Dios es grande y protegerá a nuestro bebé.


—Pero…pero… ¿Tus padres lo saben?


—No, todavía no. Pero estoy segura de que aceptarán al bebito. De repente se enojen al inicio, pero mis padres son creyentes de Dios. Y no creen en el aborto, no me obligarán.


—Ajá…Pero, ¿no crees que es una opción  a considerar?


—¿El aborto?


—Ajá.


—¡Ni loca! ¿Cómo se te ocurre? Buischa…¿Sabes qué dirían mis papás? ¡Ni locos me hacen abortar! Al contrario, nos obligarán a cuidar del bebito y creo que es lo correcto.


—Pero, pero Pamela…¿dónde lo tendremos?


—Ya veremos la forma, Dios nos ayudará, ya verás.


—Bueno…debería de pensarlo mejor…


—¡Tendremos al bebé, he dicho!


—¡Pero yo soy el papá, tengo derecho a…!


—¿Derecho a qué? Tienes la obligación de ver por el bebé. ¡De esta responsabilidad no te escapas, Esteban!


—No me quiero escapar, solo quiero que me entiend…


—¡Nada! Tendremos al bebé y punto. ¡Te guste o no!


Y colgó la llamada. Esteban estaba turulato, observando el número de Pamela brillando con intermitencia. Era inútil tratar de convencerla. El bebé estaba en camino y no había nada más que hacer.

 

***

 

La madre de Esteban no demoró mucho en llegar. Apresuró el paso debido a la tormenta, aunque sufrió un leve retraso por tener que atravesar varios tramos de terreno lodoso, resultado de la indeseada combinación de trochas sin asfaltar y cántaros de lluvia. Encontró a Esteban mirando al techo, acostado sobre su cama, la segunda de un camarote que ocupaba la tercera parte de ese habitáculo llamado hogar.


—Esteban, ayuda con el carrito, ¡apura oye!


Esteban bajó del camarote y le dio una larga mirada al rostro de su mamá. <<Tanto te esfuerzas trabajando para mantenerme, pero ni con eso le alcanza>>, pensó Esteban.


—¿Qué pasa Esteban? ¿La lluvia te comió la lengua?


—No, no pasa nada mamá. ¿Cuántas empanadas sobraron?


—Regular hijito. La lluvia no me dejó vender más. Y con este maldito dolor de cabeza que tengo hace meses, ay diosito. ¡Alalau! Qué frío que hacía hijito. Ponlas allí, a un costadito.

Esteban hizo caso. Las acomodó en una esquina, al borde de las paredes de adobe. Subió otra vez al camarote y cerró los ojos, mientras que con el dedo índice cambiaba de música en su pulsera, música que retumbaba en sus oídos a través de dos minúsculos audífonos inalámbricos. Y así, scrolleando entre canción y canción, el cansancio fue más y Esteban se quedó dormido.


Pasaron las horas y la noche oscureció el cielo mientras que la luna espantaba con parsimonia los últimos retazos de la tormenta. Los rayos ya eran ecos del pasado y el sueño de Esteban parecía haberlo sumido en un estado de sosiego, ajeno a su realidad. Pero la realidad se impuso en forma de golpes ahuecados en la puerta de fierro oxidada. Tanto Esteban como su madre, extrañados, se miraron en la penumbra, mientras que, sin palabras, se preguntaban quién podría ser. Pero una voz masculina disipó sus dudas.


—¡Señora María, soy el vecino, el padre de Pamelita! Por favor, abra la puerta, es urgente.


Los ojos de Esteban se abrieron como platos. Era obvio el motivo de tan insistente golpeteo. Trató de decirle a su madre, intentó agarrarla del brazo y confesarle su inefable secreto, pero Esteban estaba congelado, impotente mientras ella abría la puerta.


—Hola vecino, ¿qué pasó?¿Todo bien con la Pamelita?


—Vecina…No sé muy bien cómo decirle esto. Pero su hijo, el Esteban, ¡embarazó a mi Pamelita!


—¿Qué cosa?


—Así es señora, ¡su hijo la ha embarazado a mi Pamelita!


—Vecino, yo no sabía. ¡Oye, muchacho mañoso, ven aquí!


Esteban salió de las penumbras, aunque hubiese querido escamotearse en ellas el resto de sus días.


—Esteban, ¿sabías lo de la Pamelita?


—S..sí, mamá. Me lo comunicó hace un ratito.


El silencio se apoderó de la señora María en cuyos ojos se reflejaba la decepción y el arrepentimiento.


—Lo lamento mucho, vecino, no tenía idea…


—Mire vecina, estos dos paraban juntos mucho rato, se iban para el monte a hacer Dios sabe qué—y el padre de Pamela se persignó.— Ellos dos eran conscientes. ¿Pero sabe qué señora? ¡Esto no se quedará así! ¡Quiero ahora mismo que tú, Esteban, vayas donde Pamelita a pedirle la mano! ¡Es mandato de nuestro señor jesucristo unir a los dos en santo sacramento para que se forme la familia!


En los rostros de Esteban y la señora María se reflejó el desconcierto. Ninguno de los dos era un ferviente creyente de las escrituras. Esteban empezó a temblar involuntariamente, mientras que la señora María, temiendo lo peor, trató de bajarle los ánimos al padre de Pamela.


—Vecino, entiendo su indignación, pero no creo que sea la mejor solución el matrimonio con la Pamelita…


—¿Y por qué no vecina? ¡Eso manda el señor Jesucristo!


—Vecino, pero nosotros no somos muy creyentes. Mi Esteban no tiene los sagrados sacramentos, a las justas y fue bautizado por petición de mi madre, que en paz descanse.


—Pero eso se arregla rápido vecina, eso lo hacen en un mismo día.


—Entiendo vecino, pero ni yo ni mi hijo somos fervientes creyentes…


El padre de Pamela se persignó allí mismo. Recitó algunas palabras que en conjunto parecían formar oraciones de reprimenda y arrepentimiento.


—A ver vecina, ¡pero esto no se va a quedar así! ¡Yo le mando a casar a su hijo!


—¡Vecino! Deje de hacer un escándalo de algo que claramente es responsabilidad de los dos. ¿No ve que la gente ya se asomó por sus ventanas? Recuerde que Dios perdona el pecado mas no el escándalo. ¡Mi hijo me ha decepcionado, pero su hija también! Y por más que quiera mucho a la Pamelita, si no es lo que Esteban quiere…¡usted, ni nadie puede obligarlos a casarse tan jóvenes! ¿Me ha entendido?


La voz de la señora María pareció retumbar en todo el vecindario. El padre de Pamela nunca en su vida había sido gritado por una mujer, y mucho menos por una de tan férreo carácter como doña María. Se encontraba turulato ante la sorpresa. No se esperaba que la señora María fuera ahora quien tuviera la sartén por el mango en tan acalorada discusión.


—Entonces…¿qué sugiere, vecina?


La señora María paseó su mirada entre el vecino y Esteban, mientras sentía los ojos de muchas decenas de curiosos encima. Dió un largo suspiro, mientras meditaba su respuesta.


—Vecino…yo a usted y a su Pamelita los quiero mucho. Y creo que es deber de Esteban cuidar de su futura familia. Por eso yo le prometo, en delante de todos los vecinos, que este muchacho se hará cargo de ese bebé. Y yo, Doña María Bonilla, seré su garante vecino. Y ninguno de los vecinos aquí presentes puede dar fe de que yo he faltado alguna vez a mi palabra.


Todos los curiosos asintieron como impulsados por una fuerza ajena. Algunos murmullos se escucharon entre los rostros de curiosos, todos afirmativos y en apoyo a la señora María.


—Bueno vecina…si es así, que así sea. ¿Y cómo piensa cuidar del bebé?


—Esteban se iba a ir para Lima dentro de poco— a Esteban este dato pareció tomarlo desprevenido.— Allí en Lima va a trabajar y estudiará hasta conseguir el salario universal. Con ese salario ese bebé va a tener futuro.


—¿Ya se puede ir a la Lima?


—Claro vecinito. El año pasado ya se terminaron las restricciones de acceso a la capital.


—¿Y si no vuelve?


—Yo le doy mi palabra, vecino. Este chico volverá. Y mientras tanto, la Pamelita puede mudarse conmigo, yo cuidaré de ella durante su embarazo. Una cama estará vacía en mi casa y le aseguro que aquí se encontrará cómoda.


El padre de Pamela pareció satisfecho.


—Lo del matrimonio aún no se aclaró, vecina.


—Creo que eso es una decisión que tienen que tomar tanto Esteban como pamelita, ¿no lo cree, vecino?


—Que así sea.


Y el padre de Pamela se retiró, perdiéndose en la negrura de la noche. Los demás vecinos ingresaron a sus casas y, como todas las noches, quedaron solos Esteban y su madre. Doña María cerró la puerta con desgano y con una mano en la frente cuyos movimientos circulares parecían provocar algún alivio a tan agitada noche.


—¿Cuándo esperabas decírmelo?


—No sé, mamita. No sé, de veras…—y Esteban empezó a llorar.


—Esas lágrimas no significan nada. Ahora serás padre, Esteban. Y, como buen padre, ¡te harás cargo de esa criatura!


—Pero mamita, no crees que sería mejor abort…


—¡Ni lo sugieras! dios mío, dios, esto, esto es como una película repetida…


—¿De qué hablas, mamá?


—Tu padre dijo lo mismo cuando me embaracé de tí, hace ya tantos años. ¡Tu no estarías aquí de no ser porque yo te quise tener! Ahora te toca a tí hacerte cargo y corregir los errores de tu padre. ¡Y te harás cargo de ese bebé!


Esteban desconocía de este detalle. Solo lloraba mientras observaba como una a una sus lágrimas parecían reventar en ese piso de tierra escarpada.


—¿Por qué…por qué dijiste que me iba a Lima?


—¡Porque te vas! Igual te ibas a ir, embarazaras o no a esa chica. Ya conversé con tu primo el Edvin para que allí en Lima trabajes e ingreses a la universidad. En allí tendrás mejores oportunidades que aquí. De seguro que si acabas la carrera podrás acceder al salario universal sin mucho trámite, como ya varios lo han hecho…


—Pero no me quiero…


—¡No estás para decidir!¡Te vas porque te vas!¡Allá tu futuro será mejor y así asegurarás el futuro de tu criatura!


El llanto de Esteban se hizo más prolongado. Doña María reconoció esas facciones, esa impotencia que ella misma sintió cuando se enteró de que estaba embarazada de su único hijo, hace ya tantos años. Se acercó a él y le dio un abrazo, que pareció durar toda la noche, hasta que ambos lograron conciliar el sueño.

 

***

 

Esteban llegó a la Lima gris un domingo en la mañana. La ciudad lo recibió tan gris como siempre, con esa niebla mortecina y el rugido de centenares de vehículos retumbando en el infinito y blanco horizonte. Esteban y sus anónimos acompañantes ingresaron a la capital por aquel arco en donde todavía quedaban rezagos del cerco perimetral que aisló Lima por 5 largos años. Se veía a la distancia que, a pesar de los esfuerzos, aquel rastro sería imborrable por muchos años venideros. Era un palimpsesto de la vergüenza.

El bus llegó sin problemas a la avenida 28 de julio, muy cerca del estadio nacional y a unas pocas cuadras del parque de la exposición, en donde no hace mucho se había gestado la denominada marcha de las IAs resultando en dos muertes nunca del todo esclarecidas.


Caminó por esas calles, trató de sentir lo que su madre le decía: su futuro, el buen porvenir, mas todo lo que parecía entrar por sus fosas nasales era el smog capitalino.

           

Nadie lo fue a recibir, aunque tenía indicaciones muy precisas de cómo llegar a la habitación de su primo Edvin. Tenía que caminar por la avenida Iquitos y de allí tomar un carro que lo lleve por toda la vía expresa Grau y Alfonso Ugarte hasta arribar al cruce con el jirón Quilca. De esa esquina solo bastaba con caminar unas cuatro cuadras para finalmente llegar al jirón Zepita y estar frente a frente con aquella habitación que lo ayudaría a alcanzar el salario universal. O al menos eso creía Esteban.

          

No le fue difícil realizar el recorrido, bien pude haberlo hecho a pie, pensó Esteban.  Llegó a una casona antigua de dos pisos que fácilmente pudo haber sido erigida allá por el siglo XIX, adornada con ventanas circundadas por molduras decorativas y una fachada desgastada. Llamó a su primo, mas no contestó. Volvió a insistir. Ninguna respuesta. Esteban miró a sus alrededores, la desolación y el mal estado de la acera no inspiraban los mejores adjetivos para describir su nuevo barrio. Por más que la seguridad parecía haberse fortalecido en casi toda la capital, este barrio, por alguna razón, emanaba un aura extraña, como si adrede lo hubiesen dejado un poco más a merced del desorden y de la voluntad humana. Miró la hora, todavía eran las 10, quizás si intentaba llamarlo una vez más…


—¡Primo!, ¿cómo estás?


Esteban pareció sorprenderse. La voz no venía de la casona. Viró el rostro y encontró a un adulto joven, con facciones angulosas y los ojos vidriosos. Estaba quieto y lo miraba con emoción mientras tambaleaba ligeramente.


—¿Edvin? Primo, soy Esteban…


—Claro primito, claro. Has crecido regularcito. Deja que te abra la puerta. De allí subiremos tu huella digital para que puedas, por tu cuenta, abrir esta puertecita.


—¿Huella digital?


—Claro primito, ¿no sabes? La tecnología, ahora no necesitas llaves.


Esteban lo miró con sorpresa. Había escuchado de ello en las noticias, pero mirar en directo las maravillas de la tecnología era una experiencia novedosa.


Ambos subieron por unas escaleras desgastadas con un acabado ocre y añejo. Llegaron a otra puerta que, así como la principal, se abría con huella digital. Dentro del cuarto de Edvin yacía un camarote, similar al que Esteban tenía en Huánuco. El espacio vacío en el primer nivel de aquel viejo y oxidado armatoste era una clara señal de que su nuevo lugar de reposo se encontraba allí, sobre aquellos tablones de madera, y que le hacía falta comprar un colchón. Edvin subió al lugar de arriba y, sin decir palabra alguna, se recostó decumbente y se sumergió en un descanso sin retorno, al menos por unas horas.

           

Pasaron los días y Esteban empezó a conocer la zona. identificó algunos puestos por la avenida Quilca en donde podría conseguir textos de ejercicios para practicar y así poder postular a la universidad. Como todo chico que sueña en grande, Esteban, inspirado por su madre, apuntó a ingresar a la carrera de Ingeniería de IAs en tres universidades: La Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSN), y la Universidad Nacional Federico Villarreal (UNFV). No iba a aceptar una cuarta opción ni por asomo. Su situación económica hacía insostenible que siquiera osara pensar en una universidad privada como alternativa. Y, por más que la virtualidad y las IAs habían simplificado por mucho el aprendizaje y el criterio de calificación, Esteban prefería apoyarse en libros y solucionarios, cuyos módicos precios eran más accesibles que las, en ocasiones, onerosas suscripciones para acceder a las IAs educadoras.

           

Ilusionado sentó las bases de lo que sería su nueva rutina diaria. Por las mañanas apoyaba a su primo en la venta de empanadas, negocio en el que tenía ya experiencia cosechada por los años en los que ayudó a su madre. Por las tardes recorría las calles del centro histórico y otras aledañas, en busca de libros de segunda, tercera o cuarta mano, siempre acompañado de su primo Edvin. Y por las noches estudiaba sus libros de ejercicios preuniversitarios, con la esperanza de entender aunque sea un poco de esos garabatos que combinaban tanto letras como números. Era una labor que rozaba con la hermenéutica, pero cuya recompensa, en caso lograra descifrar y entender los jeroglíficos, era un futuro promisorio. O por lo menos un futuro.

           

Al cabo de un par de meses Esteban ya era un conocido más dentro del barrio. Ya sabía que a la vuelta de la esquina, desde tempranas horas de la tarde, esa calle se tugurizaba poco a poco y se llenaba espontáneamente de caminantes escotadas. Su primo le había advertido que si deseaba atenderse con una de ellas se fijase bien, no vaya ser que le tocara una con sorpresa, como él decía. Y siempre que pasaba por allí miraba absorto la indiscreción de los peatones que, pese a las miradas de curiosos como Esteban, solicitaban los servicios de aquellas figuras bien contorneadas y de pasos retumbantes. Algunas le llamaban la atención a Esteban, mientras que otras no tanto. Algunas eran muy descaradamente masculinas, aunque otras, demasiado femeninas como para resistirse a regalarles una prolongada y hambrienta mirada. Una de esas figuras pareció compadecerse a la distancia de la inocencia de Esteban. Él, al parecer, no lo notó.

 

***

 

Las noches sabatinas eran las más movidas de la capital. El cielo, a pesar de su oscuridad y ausencia de estrellas, se iluminaba por halos de luz danzantes cuyos patrones parecían corresponder a la bohemia de la noche. Esteban se encontraba admirando estas luces desde su balcón, preguntándose si hoy su primo llegaría a dormir, o si, como tantas otras veces, aparecería a eso de las 10 de la mañana del día siguiente con esos mismos ojos vidriosos con los que lo volvió a conocer a su llegada a la capital.

           

Mientras suspiraba miraba otra vez su libro de ejercicios. Ya podía entender algunas ecuaciones, pero todavía no era ni el 5 por ciento de lo que necesitaba saber para aunque sea  luchar por alguna vacante. Aún no era suficiente.

           

Unos pasos retumbantes invadieron la noche. Eran acelerados, con una cadencia inhabitual en un transeúnte sosegado. Era claro que la ansiedad o, al menos, alguna premura debía de traer encima esa silueta caminante que venía a toda prisa.


—¡Auxilio!¡Por favor, que alguien me ayude, me persiguen!¡Por favor, ayuda!—dijo una mujer con un acento caribeño.


Esteban solo vió una sombra corriendo por la calle, iluminada tenuemente por las luces sepias de los postes. Esos pasos retumbantes eran los mismos que las figuras escotadas del jirón Zepita solían desplegar a diario. Pero la dueña de esa voz parecía ser una mujer ya adulta, ya madura y de origen extranjero. La desconocida volvió a pedir auxilio a viva voz. Esteban pensó que probablemente era mamá, que tal vez hacía de dama nocturna por necesidad. Que quizás solo estaba buscando un mejor futuro para sus hijos. Sintió empatía por esa desconocida y bajó a socorrerla.


Abrió la puerta y agitó suavemente su mano. La desconocida pudo reconocer la señal de ayuda y acudió al instante, acompañada por el eco de sus pasos. Y mientras ambos ingresaban a la vivienda y Esteban cerraba la puerta, varias pisadas empezaron a resonar en el silencio, ahora que los taconeos habían cesado. Habrían sido tal vez entre tres o cuatro las figuras que la estaban persiguiendo. Se escuchaban murmullos, como si supieran que ella todavía seguía cerca, escondida.


Esteban y la desconocida se miraron en la penumbra, sin decir ni una palabra, con la respiración agitada. Pasaron unos minutos más y, finalmente, el eco de esos pasos se perdieron en la distancia.


La desconocida le regaló una hermosa sonrisa. Esteban, por fin, la pudo ver bien. Era una mujer alta, bastante voluptuosa y de pechos prominentes. Tenía el pelo castaño y una mirada felina. Algunas arrugas ribeteaban su sincera sonrisa y unos ojos marrones cansinos delataban que ya tenía encima varias noches de mal sueño, y malas compañías. Esteban recordó lo que le había dicho su primo y su mirada se plantó a la altura del cuello. Trató de auscultarlo a la distancia, sin percatarse de que ella lo miraba con ternura.


 —Tranquilo bebé, soy mujer, mujer de a de veras—dijo ella, señalando su cuello y sus caderas.—Un hombre no puede fingir todo esto.


Esteban se sintió avergonzado y no pudo gesticular diálogo alguno.


—Bebé, muchas gracias, de veras. Esos maleantes querían un servicio grupal, y yo no hago ese tipo de atenciones. Y mire usted que de la nada siento que vuelven, pero los muy hijueputas volvieron en grupo. Bebé, si usted no estaba, no sé qué habría pasado conmigo. De veras, ¡muchas gracias!


—De…de nada. Es usted…es usted muy hermosa.


—Ay, gracias bebé. Por cierto, que me llamo María…es mi verdadero nombre bebé.


Esteban abrió los ojos como platos. Era el mismo nombre de su madre, pero su mirada, su actitud, su presencia, todo era tan diferente. Era una gran coincidencia.


—¿Y usted cómo se llama bebé?¿O prefiere que le siga diciendo bebé?—Y empezó a reír. Era como si ella no se percatase que hace solo algunos minutos había estado en peligro.


—Me…me llamo…Esteban. Mucho gusto, María.


Y ambos se estrecharon las manos.


—¿En serio bebé? Mi hijo se llama Francisco Esteban. Vaya coincidencia, ¿no?


—Mi madre se llama María también…


—¿En serio bebé? Mire usted, Dios sabe porqué hace las cosas—hubo un pequeño silencio.— Usted parece que ya terminó el colegio, ¿ahora que está haciendo?


—Ahora trabajo con mi primo, pero por las noches estudio para ingresar a la universidad.


—¡Felicidades Esteban! Mi hijo ya está por terminar el colegio también, pero la verdad es que es medio malo para los números. Estoy ahorrando para que ingrese a una privada y pueda acceder al salario universal.


—Yo también quiero el salario universal. Es…es algo que quisiera. Pero no tengo mucho dinero, no lo suficiente como para estudiar en una privada.


—Usted puede ingresar a una pública, bebé. Usted acaba de salvarme. ¡Usted puede con todo y ya tiene la bendición de Dios!


—Gracias, María.


—No, gracias a tí, bebé. Ay, perdón, Esteban. Es que bebé le digo a…a la mayoría de personas.


—No me quejo. Fue un gusto conocerla. Yo…yo vivo aquí con mi primo. Si algún día quieres pasar y conversar, casi siempre estoy en el balcón del segundo piso.


—Gracias Esteban. Mire que, no se si fuera mucha molestia, ¿pero podría esperar mi taxi aquí?


—Claro, María.


En menos de cinco minutos llegó un taxi autónomo. Ella se despidió de él con un abrazo acompañado de un olor frutado y bastante peculiar. Esteban la vio subir a ese taxi mientras admiraba sus curvas escotadas, esa cintura estrecha y su imponente retaguardia. Se preguntó si algún día podría ser suya. La idea pareció desaparecer de su mente al recordar su nombre, el mismo que el de su madre, pero ese aroma no lo dejó durante toda la noche.

 

***

 

Esteban no pudo sacarse a María de la cabeza. Lo acompañaba vendiendo empanadas, reciclando libros y, cómo no, descifrando jeroglíficos matemáticos. Era una presencia que despertaba sus más bajos instintos. Tenía ganas de sobra de ir a buscarla, de verla, de conversar con ella, de saber si estaba bien o si estaba mal. Sabía que solo tenía que salir cualquier tarde, dejar por un momento sus estudios y caminar por esas calles en donde pululaba la lascivia.

           

Una tarde no aguantó más y salió del pequeño cuarto que compartía con su primo. A pasos rápidos caminó hasta esa esquina de figuras venusinas, de rostros maquillados y carteras de colores rimbombantes. Algunas le dedicaron piropos, miradas coquetas, sonrisas traviesas, pero Esteban solo buscaba a María. Al parecer no se encontraba, al menos no esa tarde. Esteban, decepcionado, retornó por donde había venido. Caminaba lento, como contando sus pasos, cuando un vehículo de lunas polarizadas se detuvo frente a donde estaba. Abrió una de sus puertas mientras un ventarrón de viento atravesaba las calles. Ese viento trajo consigo un aroma particular, uno que Esteban recordaba bien. Sin temor a equivocarse levantó la mirada. Era María la que bajaba de ese vehículo, vestida con tacones rosados y un traje de leopardo bien ajustado a esa silueta inconfundible. María se despidió del conductor con mucho afecto y siguió caminando hacia una de las esquinas.

           

Esteban la alcanzó con miedo, con temor a que no lo reconociera. Ella, al sentir la presencia de un desconocido, levantó la mirada asustada. Ambos se observaron por unos segundos. Esteban no estaba seguro de si lo terminaría por reconocer, pero algo en esa mirada le decía que sí. María le sonrió.


—¡Esteban! ¿Qué hace por aquí usted?


—María, hola…solo…solo quería saber si estabas bien.


—¡Ay corazón! ¡Qué buen chico, claro que estoy bien!¿Usted qué me cuenta?¿Qué dicen los estudios?


—Todavía no entiendo mucho. Pero seguiré intentando. En tres meses es el examen de admisión de la San Marcos…


—¡Verás que sí ingresas, Esteban! Mire, ¿usted me vio bajar de ese BMW?


Esteban volteó a ver al carro de donde María había descendido hace solo unos minutos. Casi no se podía distinguir la marca a la distancia pero, a lo lejos, podía ver un vehículo oscuro, de lunas polarizadas.


—¿Ese de allí que casi no se ve?


—Ese de allí. Es de un cliente, pero no de cualquiera. Ese señor tiene muchísimo dinero. ¿Y sabe qué? Como ya nos conocemos hace tiempo me contó su historia. Ese señor es de una universidad pública y ya es de edad. Según me dijo tiene como ochenta años.


—¿Ochenta años?


—Sí Esteban. Y rinde…uff—María sonrió de forma pícara—como no te imaginas. No parece para nada un abuelito. ¿Y sabe qué Esteban? Él recibe un tratamiento para estar así…


—¿Qué tratamiento?


—Es que como tiene mucho dinero el tipo, está en un programa que alarga la vida. Me contó un poco de eso porque me sorprendió que con ocho décadas rindiera tan bien…


—¿En serio?


—Así es Esteban…—María se pegó a Esteban y bajó la voz—y bueno, un día me comentó que a veces compraban sangre a gente joven, hasta órganos inclusive.


—¿Órganos?


—Sí…, pero no me contó más. Y todo eso se lo puede costear porque tiene una carrera. Así que sigue estudiando, Estaban. ¡No te rindas para que en un futuro rindas como ese viejito!


Y ambos rieron. Esteban la vio en ese momento, feliz, desenfadada. Al admirarla, bajo las luces débiles de la tarde, no le extrañaba que hasta millonarios quisieran acostarse con ella. Tenía algo particular. Una esencia que parecía magnetizarla y despertar, hacia ella, un deseo inmarcesible y desesperado.

 

***

 

Pasaron los días, las semanas, los meses, los feriados, y hasta su silencioso cumpleaños número 18.


Esteban seguía con la misma rutina y, siempre que podía, pasaba por esa calle e intercambiaba con María, al principio, diálogos cortos que, con el paso del tiempo, evolucionaron hacia conversaciones más y más amicales. Se bromeaban, se reían y, en secreto, Esteban la deseaba. Pero mientras los ojos de Esteban refulgían de lascivia, los de María solo destilaban ternura maternal.

           

El examen de admisión apareció a la vuelta de la esquina y Esteban, nervioso como nunca, fue al Banco de la Nación a pagar su inscripción para postular. De regreso hacia su cuarto y, a pasos indecisos, se encontró con María, que bien enterada estaba de que ese domingo era el momento decisivo para Esteban. Ambos se sonrieron como todos los días que se veían, pero esta vez ella trató de animarlo. Esteban solo le sonrió mientras que, a pasos veleidosos, siguió su camino.

           

Ese sábado María pasó, por primera vez, por el cuarto que compartía Esteban con su primo. Por esa ventana se veía una luz tenue, amarillenta, y una silueta ensombrecida por la noche. Era Esteban, que seguía estudiando a solo horas de la media noche. María sonrió.


—¡Esteban! ¡Vamos hijo que usted sí puede!¡Verás que mañana sí ingresas!


Esteban reconoció esa voz y sacó su cabeza por la ventana.


—¡Esteban! ¡Verás que sí ingresas, mañana me cuentas qué tal te fue!


—¡Serás la primera a la que busqué cuando sepa los resultados!


—¡Me buscas para felicitarte!¡Mañana estaré por aquí!


—Asi lo haré, María. ¡Gracias!


Y María siguió caminando hasta que su esbozo dejó de ser perceptible y solo resonaban sus pasos. Pero quedó su aroma, ese delicioso aroma.

 

***

 

Ese domingo se levantó muy temprano por la mañana. Como casi todos los domingos, no había ni rastro de su primo en el cuarto. Otra borrachera de seguro, pensó Esteban.

           

Fue a la San Marcos y, sorprendido, vio una inmensa cola de personas. Cuadras y cuadras estaban abarrotadas por jóvenes y adultos. Había caras de todo tipo: entusiastas, desesperanzadas, nerviosas. Solo le bastaba ver su reflejo para saber qué cara era la suya, pero prefirió suprimir ese impulso.

          

El gran tumulto de personas ingresó a la universidad y Esteban buscó su salón mientras que afuera se escuchaban las barras y vítores que las academias preuniversitarias profesaban a sus estudiantes. Esteban se sintió menos, que estaba en desventaja. Él había tratado de entender la geometría de los triángulos isósceles, el volumen de elementos tridimensionales, la tasa de interés de préstamos ficticios, la fuerza de empuje de cuerpos quiméricos sumergidos en líquidos newtonianos, pero él sabía, en el fondo, que tal vez no había entendido lo suficiente.

           

Se sentó en su carpeta y, finalmente, llegó su examen. La abrió con sumo cuidado, con mucha delicadez, como pidiéndole permiso para resolverla, a la espera de que esas hojas de papel le respondieran con indulgencia.

           

Los ejercicios de matemáticas parecían estar en otro idioma.

Con estupor miraba los pupitres de los demás, cómo sus lápices parecían garabatear las hojas, rellenar las alternativas, bosquejar ese camino que para él todavía le era inasible. Los rostros de los otros tenían expresiones cejijuntas, concentradas en resolver problemas que Esteban todavía no podía comprender.

           

Intentó con algunas preguntas, con aquellas que le resultaban más familiares, mas tuvo que rendirse al percatarse que ninguna de las opciones parecía calzar con sus resultados. Esteban miró al techo, resignado, preguntándose si más adelante no habría otra manera de probar las aptitudes de los postulantes. Y es que todo había cambiado, pero esto, los exámenes de admisión para universidades públicas, parecían haberse quedado estancados en el tiempo. En lo único que habían cambiado era que un tipo de preguntas requerían de desarrollo, y otras eran del tipo opción múltiple. Y todo se desarrollaba en una hoja que, mientras uno escribía, se digitalizaba en tiempo real en una base de datos que luego AcademIA, la IA que calificaba los exámenes, analizaba.

           

Ya habían pasado dos horas. Esteban no podía seguir pretendiendo un papel que no le correspondía. Era más que obvio, al menos para él, que iba a fracasar en este primer intento. Pero esto no se iba a quedar así. Esteban, envalentonado, empezó a marcar alternativa por alternativa en base a un criterio inventado. Si arriba era a, abajo era d, y si era d, seguía de seguro la c, y así sucesivamente. Todavía no había perdido las esperanzas. Esto, al menos para él, era su manera de morir de pie. De morir peleando hasta el último suspiro.

 

***

           

Los resultados no tardaron en llegar. Por más que el examen era anticuado, la velocidad con la que apareció la lista de admitidos había alcanzado una eficiencia nunca antes vista. En menos de una hora Esteban sabía que no solo no había ingresado, sino que había quedado en el quintil inferior. En el sedimento de todo ese tumulto de postulantes que soñaban ingresar a la decana de América.

           

En el cuarto lo esperaba su primo Edvin. Al ver su rostro entendió, sin pregunta alguna, que Esteban no había ingresado. Edvin lo abrazó.


—Primito, así pasa…mira, ¿quieres desfogar toda la frustración?—le dijo Edvin con los ojos rojos y vidriosos.


—No…no sé. No sé nada, primo. Solo quiero…solo…


—Primo, yo me encargo. ¡Vamos a desahogar las penas! Antes de que las penas se desahoguen contigo…


Edvin guió a Esteban a uno de los bares del centro de Lima. Allí, en esa cantina, todos conocían a Edvin. Lo saludaron con familiaridad, mientras que otros le reclamaron deudas que todavía no podía solventar. Esteban se sorprendió que, en medio de la tarde, existiesen personas que optaran por salir a beber durante un taciturno domingo.


Primero llegó una botella, luego otra, y otra más. Se les unieron más y más personas. Todas daban palmadas de apoyo a Esteban que, cada vez más alicorado, se desahogaba a gritos de ese primer fracaso. Todos le aconsejaban que siga, que no se rinda, que todavía es joven, que hay más universidades. Esteban se sintió en familia, una bastante particular. Su estrecho mundo pronto se agrandó y deseó haber tenido un padre como cualquiera de esos desconocidos borrachos. Al menos ellos parecían entenderlo. Al menos esos abrazos parecían sinceros, como los que él hubiese querido recibir de pequeño. Y ese sentir le hizo despertar un recuerdo: María. Cuánto quería recibir un abrazo de ella, sentir su calor, su aroma…todo.


Poco a poco empezó a recobrar su dominio mientras que se percataba del desastre que se había armado. Su primo parecía estar inconsciente en una esquina de la mesa. Sus padres putativos estaban desaparecidos, aunque llegó a ver que uno vomitaba en el baño.


Esteban trató de retirarse, pero un mozo lo detuvo en seco.


—Señor, la cuenta asciende a 395 soles.


—Pero… ¿pero mi primo no pagó?


—Su primo pagó 121 soles. 395 es lo que resta.


—Pero…pero, yo solo bebí un poco…


—Su primo Edvin dijo que invitaba, yo mismo escuché. Y mírelo—el mozo señaló a Edvin que, inconsciente, seguía despatarrado en un rincón de la mesa—, creo que no está en capacidad de pagar. Usted vino con él y tiene que cancelar la deuda.


Esteban vió su billetera virtual. Tenía 1015 soles. Apretó los labios y, resignado, pagó lo restante.


Se retiró a pasos tambaleantes. Sabía adonde debía de ir, solo tenía que seguir ese aroma que, desde que supo que no había ingresado, lo invitaba a buscarla.


La encontró en la esquina de siempre, vestida con una blusa blanca y bien escotada y unos pantalones de cuero ceñidos que resaltaban sus formas turgentes. María lo reconoció, trató de saludarle, pero vio que Esteban parecía distinto.


—¿Esteban, qué pasó?


Esteban la miraba con otros ojos, unos rojizos y brillantes que parecían haber abandonado su inocencia.


—Esteban, ¿qué tal tu examen?


Esteban bajó la mirada.


—Yo…yo…no pude…no pude ingresar.


María le dio un abrazo. Esteban sintió ese aroma de nuevo y esta vez no pudo contenerse.


—María…mire…tuve un día horrible. Solo quisiera…solo quisiera…


—¿Qué cosa, Esteban?


Los ojos de Esteban se bañaron de lascivia.


—Quisiera saber cuánto me cobrarías por ya tu sabes…


María entornó los ojos.


—¿Esteban? Usted está borracho, déjese de estupideces.


—No, no María. No me entiendes. Tuve un día de mierda. Por favor, dime cuánto y te lo pago…


Esteban juntó sus palmas y ablandó esa mirada libidinosa.


—Ay Esteban, usted es como mi hijo. No puedo, lo siento, pero no puedo…


—María, ya soy mayor de edad. Por favor, solo le pido que me diga cuánto es…


—Esteban, no, lo siento, no puedo…


Esteban no dio su brazo a torcer. Primero insistió, luego rogó y después se arrodilló. Otras trabajadoras se empezaron a acercar por la puesta en escena que había armado Esteban. María tuvo miedo de que alguna de ellas se aprovechara de su inocencia, de su falta de experiencia, de su situación alicorada. No quería aceptarlo, pero tampoco rechazarlo.


—Esteban…mire…yo a usted no lo veo como cliente. Pero…pero si eso es lo que usted quiere, le va a salir caro…


—Dime el precio que quieras, yo lo pago.


María lo pensó bien. Si le decía un precio alto probablemente terminaría por desanimarse…y tomar a otra chica, una que podría aprovecharse de él. Pero la tarifa no podría ser la misma que la de un cliente regular, porque ella no quería, no se concebía teniendo relaciones, no con él…


—Mire…serían 400 soles.


Una parte de María quería que le dijera que no. La otra parte tenía terror de que le dijera que sí.


—Trato hecho. 400 soles.


María sintió un sinsabor inefable. Por un lado sabía que las otras chicas ya no se aprovecharían de Esteban, pero por otro tendría que acostarse con él. Y, con ese sinsabor en los labios, guió a Esteban a un cuarto que tenía a pocas cuadras.


Era un habitáculo similar al de Esteban. Uno pequeño, pero con solo una cama, con cortinas en las ventanas y una tenue luz amarillenta en un rincón.


Ambos se miraron como si recién se conocieran. Esteban estaba ansioso, hasta agitado y se desvistió en un instante. Ahora era el turno de ella. Se veía hermosa bajo esa luz mortecina que parecía resaltar los surcos de su rostro, los pliegues de su frente y lo turgente de sus labios. La empezó a desvestir. Su cuerpo desnudo era imponente, con una piel tersa y ligeras huellas que evidenciaban el paso del tiempo. Esteban se acercó a sus pechos. Los sintió desnudos y ese aroma, que tanta adicción le causaba, invadió todo su ser. La besó. Primero fueron besos tímidos, luego más y más afiebrados. María, sin quererlo, disfrutaba, aunque con culpa. Esteban no pudo resistirse y decidió unir ambos cuerpos. María emitió un ligero e involuntario gemido. los dos se convirtieron en uno y empezaron a bailar al ritmo de una música desconocida, de una silenciosa melodía que solo ambos escuchaban. Y en el fuego de esa pasión, Esteban alcanzó el paroxismo, seguido de ligeras convulsiones de placer compartido.


María se sentía extrañada al ver a Esteban, desnudo, descansando a su lado. Se sentía culpable por haberse aprovechado de su desespero. Cobrarle 400 soles había sido un error, pensaba. Se sentía confundida.


No creyó que podría gustarle, pero había disfrutado.


Esteban empezó a despertarse.


—¿María?¿Qué hora es?


—Ya son las 10, Esteban. Ya es un poco tarde, creo que tiene que volver a casa.

—Gracias…me gustó mucho. Sé que no querías, pero gracias.


—No tiene de qué…¿está mejor?


—Mucho mejor—y le regaló una sincera sonrisa.


—Mire, Esteban. Los 400 que me pagó…creo que exageré un poco.¿Te parece si…


—No. Un trato es un trato. Aparte, sé que tienes un hijo malo en matemáticas. Te toca ahorrar.


—¿Pero y usted?¿Tiene ahorros?


—No se preocupe por mí, María. Yo tengo mis ahorritos. Para la próxima ya me cobras una tarifa regular.


Y ambos rieron. Ninguno de los dos supo si reían con timidez, o deseo, o una mezcla de ambos.

 

***

 

No le quedaba mucho dinero, pero no se arrepentía. Tener el cuerpo desnudo de María entre sus brazos había sido una experiencia inolvidable. Sus ropas todavía emanaban aquel aroma con el que se restregó la noche anterior, en ese cuarto, sobre esas sábanas, dentro de ese cuerpo. Esteban empezó a sonreír.

         

Una llamada pareció perturbarlo. Era su madre.


—Mamá, aló.


—Hijito, ¿cómo estás?¿Ingresaste? Ayer te llamé en la noche pero no me contestabas papito.


—Mamá…mamá, lo siento. Pero no, no pude. El examen…fue…no pude. Solo eso, no pude, lo siento…


—Hijito, sigue intentando. La Villarreal también tiene un exámen pronto. Postula, no te rindas.


—Sí mamá. seguiré intentando.


—¿Estás bien hijito?


—Sí mamá. Solo estoy…cansado.


—Hijito, la Pamelita ya está en su último mes. Ya va a dar a luz, tienes que viajar a Huánuco.


—¿Cuándo?


—Tendrías que venir en dos semanas hijito. ¿No hablas con la Pamelita, no?


—No mucho. Solo intercambiamos mensajes…


—Es la madre de tu hija, ¿sabías que va a ser hija, no?


—Sí mamá. Sí sé, la Pamela me lo dijo por mensaje.


—Tienes que venir. El nacimiento de tu hija es importante, ¿vendrás no?


—Sí iré mamá, sí iré—dijo Esteban, mientras pensaba en las maravillas que tendría que hacer para que le alcance dinero para el viaje.


—Está bien, Esteban. ¿Ya tienes pensado en un nombre para la niña?


—No, pero lo pensaré. De repente la Pamela tiene pensado un…


—Tampoco pensó en uno. Pero lo importante es que vengas, hijito. Prométeme que vendrás a ver el nacimiento de tu hijita.


—Sí mamá, te lo prometo…


Y ambos colgaron. Al otro lado de la línea, María observaba cómo Pamela dormía en ese camarote, en ese lugar en donde no hace mucho dormía Esteban. Lo extrañaba. Pero era necesario que esté en Lima, que ingrese a la universidad y acceda al salario universal.

Un dolor punzante la invadió. Era el mismo que ya venía molestándola hacía meses, pero más intenso. Debe de ser el estrés, pensó, mientras observaba el turquesa del cielo huanuqueño.

 

***

 

Un taxi iba a toda marcha. Era uno conducido por un humano y es que en provincia todavía se podía disfrutar, o sufrir, con un conductor de carne y hueso.

           

Esteban, María y Pamela iban deprisa al Hospital Hermilio Valdizán. Hace poco habían comenzado las contracturas de Pamela que, recostada sobre Esteban, respiraba agitadamente.

           

Llegaron y Pamela ingresó a la sala de parto en donde la esperaban una obstetra y dos enfermeras. Esteban ingresó con ella, no sin antes voltear a ver a su madre. Ella lo miró con orgullo, feliz de que hubiese cumplido su promesa, pero no pudo seguirles el ritmo. María se quedó en el pasillo, desparramada en uno de los asientos. Esteban y su madre se miraron mientras ella le daba permiso para retirarse e ingresar a la sala a recibir a su hija.

           

En la sala de partos Pamela pujaba y pujaba. A pocos metros, en el pasillo, María sentía punzadas en la sien. Eran cada vez más intensas. Era el estrés, se decía. Siempre era el estrés. Pero esta vez era diferente, esta vez el dolor iba en aumento; María miraba al techo, buscando ayuda, pero no tenía fuerzas para levantarse. Miró a la puerta por donde Esteban había ingresado. Ya falta poco, se decía, ya nacerá mi nieta, se consolaba. Pero el dolor se incrementaba más y más y desde la sala los gritos de Pamela resonaban hasta el pasillo. Los gritos parecían distorsionarse y mezclarse con el blanco de las paredes, con el fulgor de las luces. María hacía un infinito esfuerzo para mantenerse consciente, para soportar ese dolor punzante que, justo hoy, parecía haberse desembozado.

           

Al borde de la inconsciencia, por fin, escuchó unos llantos. Era una voz nueva, la voz de su nieta que le daba permiso para descansar, al fin. Y con un último suspiro María entró en las tinieblas, mientras que en la sala un nuevo ser salía de ellas.

 

***

 

Todo entierro siempre es triste.


Una comparsa de músicos pagados por los vecinos acompañaban, en su último viaje, a María Bonilla, la empanadera más querida de todo el cerro San Cristóbal y cuya vida había sido arrebatada por un aneurisma no diagnosticado. Esteban iba adelante, cabizbajo, pensando en lo mucho que la extrañaba. Trataba de recordar la última vez que la vio con vida. Pero la imagen era borrosa, indescifrable.

           

Mientras ingresaban el ataúd en el nicho, Pamela apareció sin la niña. Esteban se sorprendió.


—Creía que no ibas a venir por lo del parto…


—Fue parto natural, estoy bien…la bebe también está bien, por si te interesa…


—¡Claro que me importa!


—¿Así?¿Ya tienes pensado el nombre?


Esteban sonrió con ojos tristes.


—Por supuesto. Ella se llamará María, como su abuela.


—María…María Alexandra mejor. Así tiene el nombre de sus dos abuelitas.


Ambos se quedaron en silencio, observando cómo cerraban el nicho e iban escribiendo el nombre de María Bonilla.


—¿Qué harás, te quedarás?


—No. Tengo que acceder al salario universal, es nuestra única alternativa.


—¿Me dejarás sola con la bebe?


—Te enviaré dinero todos los meses para sus gastos. Sé que no es lo que esperabas, pero le hice una promesa a mi madre y no pienso decepcionarla. No ahora. 


—Entonces me dejarás sola…


—No. La casa de mi mamá es tuya y de María Alexandra, así como sus bienes y el poco dinero que dejó ahorrado. No tocaré nada de eso.


—¿Pero volverás?



—Sí, sí volveré. Solo…solo me iré por un tiempo.

           

Pamela sabía que nada podía hacer para convencerlo de quedarse. Ya no parecía el mismo Esteban, ni se escuchaba como él. Ese dejo altisonante que lo caracterizaba parecía haberse perdido por otro más taciturno.


Era como si el gris de la capital se hubiera impregnado en esos ojos que parecían ser los de un desconocido. Hasta su aroma parecía no ser el mismo de antes. Extrañamente, Esteban parecía oler a frutas.

 

***

           

Al llegar al cuarto que compartía con su primo lo sintió extrañamente familiar, como si aquello que lo vinculara con su tierra natal hubiese sido únicamente su madre. Sabía, dentro de sí, que regresar a su casita de adobe, descansar sobre aquel viejo camarote y ver el cerúleo cielo provinciano de las tardes en nada lo ayudaría a sentir nuevamente el calor de su hogar. Ello se había perdido para siempre.

           

Pero en Lima encontró el calor en otros brazos.

           

Empezó a frecuentar más a menudo a María que, siempre que podía, lo consolaba de sus penas. Y, cada vez que la economía le alcanzaba, Esteban tomaba sus servicios. La tarifa, por supuesto, se había mesurado. 100 soles ya le alcanzaban para empiernarse con María de forma mensual. A veces Esteban, debido a la confianza que ya ambos tenían, le pedía servicios fiados, a lo que ella siempre respondía: cuando vienes a conversar eres mi amigo, cuando vienes a culear, mi cliente. Y yo cobro a mis clientes.

           

Esteban intentó postular a la universidad en repetidas ocasiones, pero fracasó en todos sus intentos. La verdad es que al tercer intento fallido había interiorizado que, tal vez, la universidad no era para él. Aunque se dio cuenta de que, en cada intento, no llegaba a reconocer su reflejo. Esa imagen que veía en los espejos lunares del ingreso universitario parecía pertenecer a otra persona. A una más rolliza, más avejentada, más derrotada. Pero era él.

           

Pese a todo, Esteban seguía trabajando con su primo, con la misma rutina de siempre. Pero algo cambió dentro de él. Y es que, desde la muerte de su madre, se había vuelto un asiduo visitante de las cantinas del centro histórico. Tanto Esteban como su primo ya eran conocidos por los dipsómanos de los bares y ya los consideraban como parte de esa tribu tiznada.


Por otro lado e, incitado por su primo, Esteban había contraído deudas para solventar algunas de sus aficiones, como las borracheras, las prostitutas y las drogas. Deudas cuyos onerosos intereses lo tenían siempre, cada fin de mes, en apuros. Hacía malabares crematísticos para poder pagar las cuotas con tal de no sufrir altercados pugilísticos en donde era evidente que saldría perdiendo.


Aún así, Esteban trató de cumplir con su palabra. Todos los meses enviaba a Pamela lo poco que le quedaba. La situación está bastante mala, le escribía. Al comienzo Pamela le reclamaba, pero con el paso de los meses dejó de ser tan incisiva. Por suerte, la señora María había dejado algunos bienes y un poco de dinero, suficiente para solventar los principales gastos de María Alexandra.

           

No había viajado a Huánuco ni por el primer año de su hija. Tampoco lo había hecho por el segundo y, probablemente, tampoco para el tercero, que se acercaba trepidante. Pero una noche de juerga, desposeído de todo tipo de control y con sustancias encima, perdió la consciencia. No era la primera vez. Y en las tinieblas de la inconsciencia apareció un perfil conocido, de baja estatura y cabello largo. Era un cuerpo rollizo, vestido con una chompa multicolor, una falda turquesa y un par de yanquis. Esteban recordó esas ropas y levantó la vista mientras ese rostro parecía fulgurar con intensidad. No había dudas, era su madre, doña María.


—¡Eres una vergüenza!


—...


—¿No que te harías cargo de tu hija?


—¿Eres tú, mamá?


—¿No que ingresarías a la universidad?

           

—¡Lo siento…de veras que lo siento!

           

Esteban comenzó a llorar. Trató de abrazar a su madre, de asir esa figura, pero le fue imposible. La presencia de doña María parecía etérea, fantasmal. Y lo miraba con suma decepción.


—Deja de llorar, hijo y haz algo por tu vida.


—¿Pero qué, mamá?¿Por qué me dejaste? ¡No debías de irte!


—Pero me fui, hijo. Ahora hazte cargo de tu hija. Busca la manera, así como yo las busqué cuando estuve embarazada de tí.


—Pero mamá…


Y Esteban despertó agitado. Estaba en la cantina, empapado en sudor, embarrado en cerveza y al costado de dos desconocidos. Salió del bar. Vio el cielo y, vacilante, notó que ya era de día. Trató de caminar lentamente, de arrastrar los pies para no tropezar con nada. Cruzó la pista y un bocinazo lo terminó de despertar. Esteban volteó con mirada fulminante, pero se quedó pasmado observando ese vehículo oscuro de lunas polarizadas. Era un auto autónomo y en su parachoques, un logo parecía mirarlo con desprecio: BMW. Esteban recordó algo que parecía haber olvidado. Por fin, luego de varias noches, su vida volvió a tener un poco de sentido.

 

***

 

Esteban esperó a las primeras horas de la tarde para salir en su búsqueda. La encontró donde siempre, en esa esquina, esperando a que algún desconocido sucumbiera ante la tentación de su figura.


—¡Hola Esteban!¿Estás bien?Pareces más demacrado de lo usual.


—Maria, sí, es que anoche salí…


—Ay Esteban, ¡ya le dije que se aleje de su primo ese! ¡Es mala influencia para usted! ¡Esas fiestas lo están dañando!


—Si, eso, ya veré qué hago, pero María, necesito tu ayuda…


—Dime Esteban, para qué soy buena—y María le sonrió con segundas, terceras y hasta cuartas intenciones.


—María, ¿te acuerdas que hace tiempo me comentaste de un tipo, un cliente tuyo, con un carro BMW?


—Claro, sí, el que te dije que era viejito y rendía uf…


—¡Sí, ese de allí! Mira, no sé si puedes, pero necesito que le hables de mí…


—¿Cómó así? A ver explíquese mejor Esteban que no le entiendo…


Esteban hizo un breve silencio, como si ordenara sus ideas.


—Necesito que le digas que quiero venderle mi sangre, ¿te acuerdas que me dijiste que…


—¡Ay no! ¿Esteban, tan mal está usted? ¡Aléjese de ese primo que tiene y verá que le irá mejor!


—María, por favor, necesito dinero. Tengo deudas y sufro cada fin de mes. A mi hijita casi no le doy nada. Estoy mal María, mírame.


A María se le despertó ese lado maternal. Tuvo pena por él y trató de recordarlo con aquella inocencia que, hace mucho, ya había perdido.


—Esteban, si te doy el contacto tienes que prometerme alejarte de tu primo ese…

—Sí, lo haré.


—Pero mírame, Esteban. Yo estaré siempre aquí para darte consejos…y los consejos, a diferencia de los servicios, son gratis—María sonrió.—Y te aconsejo que dejes de emborracharte, mira en lo que te has convertido—María señaló a Esteban con decepción.—El Esteban que conocía tiene que volver.


Esteban asintió, buscando su perdón en esos hermosos y felinos ojos.


—Mire, el cliente se llama Antonio. Le hablaré de tí y él se pondrá en contacto contigo, pero que ni se te ocurra venderle tus órganos.


Esteban asintió.


—Esteban, ¡prométeme que no le venderás tus órganos!


—Te lo prometo.


María lo analizó; ella sabía que no podría negarle un favor a ese otrora muchachito que le había salvado la vida.


—Está bien. Yo me encargo de darle el recado. De seguro te llamará por estos días.


Esteban sonrió como hace mucho tiempo no lo hacía.


—¡Gracias María!


—Esteban, pero deje de emborracharse y drogarse…le diría también que deje de putear, pero me da miedo de ya no volverlo a ver.


Y los dos rieron.

 

***

 

La cita era en un pequeño café por el centro histórico, cerca al parque de la muralla. Esteban nunca había estado allí y leía, con cierta sorpresa, la leyenda que descansaba sobre su mesa en donde se relataba la historia de los restos de una gran muralla, de un cerco que alguna vez protegió a Lima del ataque de corsarios y piratas.

           

Se escucharon unos pasos.

           

—¿Esteban, no?

           

Esteban volteó a verlo con sorpresa. Aparentaba ser un hombre de no más de cuarenta años, aunque Esteban sabía que iba por los ochenta.


—Hola, ¿señor Antonio?


—Antonio a secas, por favor.


—Un gusto. ¿Vió mis exámenes?


—Si. Déjeme decirle que su hemoglobina está bien, al parecer todo bien. Así que podemos hacer negocios.


—Perfecto, y cuánto es lo que ofrecen…


—A ver, médicamente puede donar, a lo mucho medio litro cada tres meses. Eso para, digamos, no interferir con su salud. Y el precio por medio litro de sangre es de 800 soles.

Esteban pareció decepcionado.


—¿Solo 800?


—Sí, es un mercado donde hay competencia y cierta oferta, porque usamos principalmente el factor plaquetario 4 de la sangre. Solo que la mayoría de la sangre está reservada para transfusiones completas. Otros usos podrían ser vistos como no éticos y el estado se cuida mucho de ser antiético, en especial ahora que IntIA trata de vigilar y velar por que el estado obre moralmente.


Esteban asintió.


—¿Y los órganos?


Antonio abrió los ojos.


—Bueno…eso es harina de otro costal. ¿Seguro que quieres saber?


—Sí…


—El caso de los órganos es más sensible. Y…a ver…mejor te lo resumo así. Donar órganos es un…eufemismo. Para ser más honesto, sería vender el cuerpo completo.


—¿El cuerpo completo?


—Sí. Por ejemplo, la médula ósea se extrae de la cresta ilíaca, el esternón, de la tibia, del húmero, de huesos largos. Se usan varias partes del cuerpo, como ves. En el caso de los órganos, se preservan en máquinas de perfusión especiales. Allí se guardan corazones, pulmón, hígados, riñones. Y toda la sangre, que serán como 5 litros, también se guarda. Es por ello que es como vender tu cuerpo completo…aparte que comprar solo un órgano no sale a cuenta, ni para el cliente ni para el oferente.


Esteban apretó la mandíbula.


—Y solo por curiosidad, ¿cuánto cuesta un cuerpo humano completo?


—Depende de la edad y las condiciones. Si un cuerpo es joven y sin enfermedades podría estar costando como medio millón de soles. Y si tiene enfermedades, bueno, se tendría que cotizar, porque algunos órganos no nos servirían…


—¿Y no puede ir a la morgue a coger cuerpos recién muertos?


—No, es que para el propósito que se busca, que es el rejuvenecimiento, se requieren condiciones especiales, me entiendes. Un cuerpo muerto en condiciones normales no nos sirve. Y por eso es también complicado conseguir un donante de cuerpo completo.


—Entiendo…


—Bueno, entonces…¿quedamos en 800 soles por medio litro?


Esteban asintió y le estrechó la mano.

 

***

 

Esteban depositó los 800 soles a Pamela. Cuando vio el check de transferencia satisfactoria esbozó una sincera sonrisa y pensó en su madre que, en alguna parte, debería de estar más tranquila. Era la primera vez que le depositaba tanto dinero en solo una transferencia. Pero Esteban sabía, en el fondo, que era una minucia de dinero. En parte agradecía que Pamela y María Alexandra vivieran en provincia porque vivir en Lima era muy costoso. Me saldría más barato morir y vender este cuerpo, pensaba Esteban.

           

Y así, cada tres meses le depositaba 800 soles adicionales al dinero que ya le venía dando mes a mes. Era poco, pero era para lo que le alcanzaba.

           

Trató de seguir los consejos de María, pero le fue imposible. Con su primo al costado la tentación siempre se encontraba allí, latente. Y es que todos los fines de semana, sin interrupción, Edvin encontraba formas de divertirse. Ya sea en cantinas, en departamentos, en hoteles, en parques, en donde sea. Y siempre, sin ninguna excepción, lo invitaba. Esteban ya le había dicho que dejara de tentarlo, pero Edvin parecía o, más bien, no quería escucharlo. Desahoga las penas antes de que ellas te desahoguen a tí, le repetía Edvin cada vez que podía. Esteban acudía a su llamado, pero por dentro, un sentimiento que pululaba entre la envidia y el odio empezó a gestarse. Esteban envidiaba esa frescura de Edvin. Esteban, siendo menor que él, tenía más arrugas, más barriga y más ojeras. Todos esos años mal vividos no habían hecho demasiada mella en Edvin, que parecía tener un talento innato para las fiestas y la bohemia.  Talento que le era inasible a Esteban y que, inconscientemente, quería obtener a como dé lugar. Esteban quería ser Edvin. Quería despreocuparse de toda responsabilidad, no velar por una hija a la que ni conocía, no preocuparse por las deudas y olvidar la promesa que le había hecho a su madre. Pero por más que lo intentara, así como sucedió con la universidad, le fue imposible ingresar a ese conciliábulo de juergueros profesionales. De esos que pueden disfrutar y dejarse llevar por la música, el licor y las drogas. De esos que no concebían límites a la hora de disfrutar. De esos que lograban olvidar verdaderamente las penas, o las ocultaban tan bien que hasta incluso ellos creían que estas ya no existían.

 

***

           

Una mañana un mensaje pareció romper el silencio matutino: Ya no puedes donar, tienes anemia.

           

Era solo cuestión de tiempo para que llegara hasta este punto, pensó Esteban. Se miró al espejo y vio un rostro demacrado y amarillento. Había bajado tanto de peso que extrañaba, en cierta manera, ese rollizo cuerpo que traía consigo hacía algunos meses, cuando comenzó a donar su sangre. Y es que Esteban había dejado de comer para enviarle un poco más de dinero a Pamela que hacía ya algunos meses lo había amenazado con una denuncia por alimentos. Lo había pensado cuidadosamente y, luego de unas horas de aquella amenaza, escogió las drogas a la comida, y le aseguró a Pamela que le enviaría un poco más de dinero.

           

Se levantó de la cama y vio a su primo, durmiendo, muy tranquilo. Ahora el odio superaba por mucho a la envidia. Esteban le echaba la culpa a él por todas sus desgracias, por sus adicciones y por sus fracasos. Por más que gracias a él podía sobrevivir vendiendo empanadas, revendiendo libros y reciclando basura, lo detestaba por haberlo presentado al tentador y adictivo mundo de la bohemia desmedida.

           

Caminó hacia la ventana y respiró aire puro.

           

Caminó hacia esa esquina a donde siempre podía ir a recibir consejos. No estaba María, solo una que otra chica, algunas ya conocidas por Esteban. Ellas, o ellos, le sonrieron, invitándolo a entregarse al placer. Él las rechazó con la mirada y siguió caminando. Tenían mucho en qué pensar, tenía que tomar una decisión. 


****           


Fue hacia el sur. Siguió de largo por la Avenida Arequipa, cruzando el distrito de Lince, San Isidro y Miraflores. Nunca había caminado tanto. Y fue la primera vez que vio como, lentamente el panorama cambiaba. Los edificios, en un principio antiguos y con fachadas descuidadas, iban mejorando con el avance de sus pasos. En Lince habían algunas casas y varios edificios, mientras que en San Isidro casi no habían casas, siendo un distrito ocupado, en su mayoría, por gigantescos y deslumbrantes rascacielos que parecían tocar las grises nubes del firmamento. Miraflores parecía una mezcla entre Lince y San Isidro, aunque con un toque más bohemio y moderno. No era extraño ver a turistas caminando por esas calles, a adultos y jóvenes paseando por los parques, distraídos y relajados, observando a Esteban a la distancia, como si sospecharan que no era miraflorino. Esteban se preguntaba qué se podría sentir formar parte de ellos. Cómo se sentiría no tener deudas, problemas ni adicciones. Cómo se sentiría tener un salario universal y poseer, además, alguno de esos fastuosos departamentos. Eran preguntas que, por lo menos en esta vida, pensaba Esteban, quedarían sin respuesta.


Llegó al parque del amor. El firmamento parecía una alfombra blanca e infinita que parecía unirse a la distancia con un mar sereno y grisáceo, cuya pasividad parecía atraer neófitos surfistas. En el parque había parejas e infinitos candados entre algunas rejas. Esos candados tenían escritos dos iniciales, las primeras letras de dos nombres, unidos por siempre hasta que alguien abriera la cerradura, o la rompiera. Solo alguien que tiene la llave, alguna de esas dos personas, podría abrir ese candado, pensó Esteban. Encontró uno que tenía dos iniciales que le llamaron la atención: E & M. Allí, frente a él, estaba la promesa que le había hecho a su madre, María, de cuidar a su hija, mantenerla, darle un futuro. No tenía la llave para abrir ese candado, pero ¿podría romperlo? No, pensó Esteban. Y era imposible abrirlo. Estaba atado por siempre a esa promesa y, frente a las olas, el panorama se le había aclarado.

Ahora ya sabía lo que tenía que hacer.

 

***

 

De regreso a su cuarto estaba alistando algunas cosas, como si se fuera de viaje. Dio una larga mirada a su lámpara de estudio. Aún le dolía, en cierta manera, no haber ingresado a ninguna universidad. Pero estaba por enmendar sus errores.

           

Levantó la mirada y observó a su primo. Seguía inconsciente, durmiendo, ajeno a todo problema. Esteban le sonrió. No estaba feliz de despedirse, pero se alegraba, de algún modo, de no tener que volverlo a ver.

 

***

 

Era un cuarto blanco, de una tonalidad aséptica, impoluta. Había un espejo grande y un vinílico sanitario que embadurnaba el piso y las paredes. Un cuerpo inconsciente estaba en la camilla, mientras que un robot enfermero parecía estar registrando los signos vitales. El ambiente era frío, hasta gélido, pero para el robot parecía no haber problemas. Y para ese cuerpo tampoco. Varias cánulas intravenosas estaban insertas en diversas partes, desde la mano, el cuello, y los pies. Un líquido se escurría lentamente por su torrente sanguíneo, alivianando su camino hacia las tinieblas.

           

—Espero que nadie te haya visto. No traías su permiso voluntario de vender su cuerpo…

           

Esteban no pareció sorprendido con la pregunta.


—No, pero es lo que hay. Y también sé que muchos cuerpo no les han sido donados.


—Sí, es cierto. Solo espero que las cámaras no te hayan detectado. Igual, nosotros ya tomamos las previsiones del caso. Pero tú, una vez que te demos el dinero, quedarás solo.


—Nadie me vio, estoy seguro.


—Bueno…


—El despósito…quiero que lo hagas a otra cuenta. ¿Es posible, no?


—Sí.


—¿Pero no es sospechoso que una transferencia de 500 mil soles?

           

—435 mil, no todos los órganos de tu primo están sanos. Y con respecto a la consulta, nosotros encriptamos el depósito, de tal manera que sea indetectable por IAs. No te preocupes. ¿Quisieras que depositemos todo el dinero a la cuenta de un tercero?


—Sí…pero no todo. Me quedaré con 40 mil. Lo restante deposítala a esta cuenta.


Y Esteban le dio la cuenta de Pamela. Por fin, luego de tantos años, había logrado lo inimaginable. Su hija no sería rica, pero 395 mil soles era dinero suficiente para María Alexandra. Por fin había cumplido con su promesa. Esteban sonrió, pensando en todas las locuras que podría hacer con 40 mil en su cuenta.

 

***

 

Se escuchaban gemidos en la habitación. Esteban y María estaban compenetrados, como dos amantes desenfrenados. Esteban se sentía libre y, por fin, luego de muchas noches, sentía que verdaderamente disfrutaba del cuerpo desnudo de María. Ella le respondía con besos apasionados, mientras lo abrazaba y lo atraía con fiereza. Esteban, obnubilado por ese aroma, sentía que se encontraba muy cerca al éxtasis. Aceleró su ritmo, cerró los ojos. María empezó a gemir con más fuerza…

         

Se escucharon golpes en la puerta de abajo.

           

Los dos se separaron, con rostros confundidos. Se escucharon pasos. Iban subiendo por las escaleras, cada vez más cerca. Solo la puerta de la habitación los separaba de esos desconocidos. Una voz se escuchó.

           

—Señor Esteban Colmenares Bonilla, sabemos que está en su cuarto. Quédese en donde está, lo tenemos rodeado.

           

Esteban no dijo nada.


—¡Esteban! ¿Dime qué pasó? ¿Por qué la policía lo está buscando?


Esteban seguía sin responder.


—Mijo, ¿usted hizo algo malo? ¡Dígame algo, por favor!


—Gracias por todo, María. Por favor, ven a visitarme.


—¿Esteban? ¿Pero qué hiciste?


Empezaron a forzar la puerta de la habitación. Esteban cerró los ojos esperando encontrarse a su madre en las tinieblas, con la remota esperanza de darle un gran abrazo y decirle que había cumplido su promesa. No había nada, aunque una imagen comenzó a formarse lentamente. Era María Alexandra, ya grande, y feliz. Esa imagen empezó a distorsionarse hasta convertirse en un extraño e indescifrable Galimatías que pareció condensar a las tres Marías. Quiso quedarse con ella, con esa María, aunque no tuvo tiempo suficiente para distinguir cuál era.



 
 
 

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