La verdad en el silencio
- pedrocasusol
- 2 feb
- 17 Min. de lectura
Escribe: Lucero Incacutipa
Este día me desperté sintiéndome más pesada que nunca. Las ganas de levantarme parecían haberse esfumado o, quizá, nunca habían existido. Permanecí tumbada en la cama, sin fuerzas siquiera para moverme, hasta que el sonido de unos golpes en la puerta me obligó a alzar la vista del suelo. Era mi padre. Su semblante era el mismo de siempre, pero había algo diferente en él: preocupación.
—Si quieres, puedes quedarte y seguir durmiendo —dijo con una calma que me sorprendió por un instante, pero luego recordé que él también era un ser humano con sentimientos.
—Perdón… —respondí con tristeza.
—Voy a pasar por Calisto y regreso —añadí mientras me incorporaba, lista para alistarme.
—Está bien, avísame cualquier cosa. Yo ya me voy al trabajo, nos vemos más tarde. No dudes en llamarme si necesitas ayuda —dijo con una sonrisa algo triste antes de salir de mi habitación. Él era así, frío la mayor parte del tiempo, y a veces lamentaba haber heredado eso de él.
Me vestí con lo primero que encontré. Nunca me arreglaba demasiado, pero ese día tenía aún menos ganas de hacerlo. Me puse una polera y unos pantalones que ni siquiera recordaba si ya había usado. Luego de un rato, salí de casa y empecé a caminar por aquellas calles que ahora se veían más tristes. Cada cosa que miraba me traía un recuerdo, y cada recuerdo era una daga más en mi corazón. Sentía cómo se estrujaba y se rompía un poco más con cada paso. Años de felicidad destrozados en un solo momento. Quise odiar esas calles, borrar de mi mente todo lo que me recordara a ella, pero mis ojos fueron más sinceros que yo, y pronto las lágrimas comenzaron a caer. No sabía si eran de dolor o de tristeza, pero todas sabían igual.
Inspiré profundo y seguí caminando, intentando ser fuerte, aunque mis ojeras oscuras dijeran lo contrario, casi como si el fuego las hubiera quemado. Cuando llegué a esa casa, me detuve frente a la puerta blanca con detalles en ocre. La conocía tan bien que podía decir cuántos años tenía y cuántas veces la habían pintado. Tomé aire y reuní algo de fuerza antes de golpear un par de veces y esperar.
—Camila —susurró la señora Luisa con la voz quebrada—. Está en su cuarto, no ha salido desde ese día.
Asentí en silencio mientras ella se hacía a un lado para dejarme pasar.
—Puedes quedarte el tiempo que quieras.
—Gracias… —dije, tocándole el hombro por unos segundos antes de seguir mi camino al segundo piso. La señora Luisa se quedó en la puerta, inmóvil. Sabía que para ellos también era difícil.
Al llegar a esa puerta sentí un peso y otra vez ese suspiro de fuerza que me obligaba a seguir, al entrar escuche un gato algo violento, ¿cerré la puerta y lo vi en la cama en una posición cercana a la de ataque — Calisto… acaso no me reconoces? — le hable acercándome a él con confianza, Calisto también se calmó y volvió a recostarse en la cama, me acerque a él y me acosté a su lado acariciando su cabeza, él también sufría, lo tomé y lo abracé, podía notar como él también había llorado — vámonos, por favor, vámonos — le rogué. Desde aquel incidente ni él ni yo podíamos despegarnos de esa habitación, era un recuerdo muy fuerte y vívido. Me levanté y empecé a buscar sus cosas, guardé todo en una mochila recordando cada momento. El día que adoptamos a Calisto y Meni eran dos gatos en un albergue, ambos con un trauma diferente, lo que los hacía especiales. Los dos eran mejores amigos, se nos hizo muy bonito y los adoptamos a los dos. Eran unidos, así que nos veíamos muy seguido para que ellos pudieran verse.
Tomé la mochila de plástico, sabía que él no podría vivir solo aquí en el recuerdo de lo que alguna vez fue. Lo miré y él pareció entender, me acerqué al armario y saqué una chompa que a Calisto le gustaba —ya no puedes seguir aquí — lo envolví en la chompa y trató de soltarse, lo abracé y me senté en el piso, apoyada en la cama me permití llorar y Calisto también lo hizo. Pude sentir sus pequeñas lágrimas mojar mi polera. Me rompió el corazón verlo así, así que lo solté y volví a empezar. Sabía que era un gato, pero él era uno especial, le hablé y le expliqué un montón de cosas, le conté otras y luego de un par de horas él mismo se metió a la mochila, me vio con esos ojos verdes tan lindos y tristes. Podía entender lo que decía, “me duele, pero ya estoy listo”, me acerqué y lo cubrí con la chompa, iba a tomar la mochila de juguetes, pero preferí dejarlos, en vez de eso me llevé un par de polos más. Bajé las escaleras y volví a ver a la señora Luisa, esta vez abrazada a su esposo, el señor Ricardo. Al notar mi presencia, el señor se quebró.—Ya me voy… lo siento mucho. Adiós.
No esperé una respuesta. Apenas pude sostener la mirada de las personas en esa casa antes de darme la vuelta y salir apresuradamente. No podía verlos a la cara; ya tenía suficiente peso sobre mis hombros como para cargar con otro más.
El aire frío de la calle me golpeó de inmediato, pero no me detuve. Caminé rápido, casi sin pensar, hasta llegar a casa. Al entrar, tomé la correa de Meni y otra para Meni. Salimos sin prisa, como si estuviéramos despidiéndonos de ese recuerdo, de lo que había pasado. Nuestro primer destino fue la cafetería, ese lugar donde siempre nos sentábamos a hablar mientras esperábamos el café. Al entrar, me acerqué al mostrador.
El chico detrás del mostrador me vio con sorpresa, como si no esperara verme sola. Pude imaginar lo que pasaba por su mente. —Lo mismo de siempre —dije con voz apagada. No pensé que pronunciar esas palabras doliera tanto. Él asintió en silencio y se dio la vuelta para preparar el pedido. Me senté en los sillones de espera, esta vez sola. El lugar se sentía diferente, más vacío. Antes, nuestras risas llenaban el ambiente, los gatos jugueteaban cerca, y había una calidez especial. Ahora, todo eso se había ido, y se notaba demasiado.
—¡Listo! —dijo el chico. Me acerqué a recoger el pedido. Saqué el dinero para pagar y, junto a él, dejé una carta negra sobre el mostrador. —¿Qué pasó con la chica fresa? —preguntó con calma, pero con un tinte de preocupación en su voz. Lo miré, sin saber bien cómo explicarlo. ¿Cómo se pone en palabras algo tan grande? —Se llamaba Catalina… estás invitado a ir —respondí, esforzándome por no quebrar la voz.
Tomé el café y salí del lugar sin esperar una respuesta. Sentí el calor del cartón en una mano y el frío en la otra. Era extraño. Éramos tan diferentes y, aun así, logramos construir una amistad que lo significaba todo. No me arrepentía de nada, pero ahora todo se sentía irreal.
Continuamos caminando hasta el parque y nos dirigimos al árbol donde siempre nos sentábamos. Solté a los gatos, pero, por unos minutos, no se movieron. Se quedaron a mi lado, como si entendieran que algo estaba mal. Abrí la mochila y saqué un cuaderno de dibujo y unas pinturas. Nunca fui buena pintando, pero Catalina sí. Lo intenté, aunque cada trazo me salía mal.
Recordé cuando ella trató de enseñarme a pintar. Siempre reía cuando algo me quedaba mal, pero en vez de burlarse, me daba consejos para mejorar. En un intento de equilibrar la enseñanza, yo traté de enseñarle poesía, pero lo único que logré fue ayudarla a dormir más rápido. Sonreí con tristeza al recordar la primera vez que le leí un poema. Apenas habían pasado dos minutos cuando ya estaba roncando. Levanté la vista y vi a Calisto y Meni jugando en el césped. A fin de cuentas, ellos seguirían adelante. Catalina hubiera querido vernos felices. Aunque, probablemente, ahora mismo me estaría llamando estúpida por atragantarme con el café.
—Van a estar bien, te lo prometo —susurré. Respiré hondo y volví a pintar, pero esta vez sin tratar de hacer algo complicado. Solo dos flores. Al final, eso era lo único que me salía bien… y a Catalina le gustaban.
Después de una hora, llamé a los gatos y seguimos caminando. Nos detuvimos en una tienda de anime. Era grande y vendían no solo cosas de anime, sino todo tipo de artículos novedosos. Paseamos un rato, y terminé tomando unos maquis y unas galletas para gatos. Cuando me dirigía a la caja, vi un pintalabios en forma de patita de gato y lo tomé sin pensarlo. Pagué todo, lo guardé en la mochila y salimos.
Ahora venía la parte más difícil: subir a la montaña. Empezamos a subir las escaleras. Era agotador, pero tenía que hacerlo. Mientras avanzaba, recordé una conversación con ella…
…
—¡La encontré! —dijo con una sonrisa radiante mientras subía las escaleras con entusiasmo.
Su energía contrastaba demasiado con mi estado. Yo apenas podía mantenerme en pie, sintiendo el peso del cansancio en cada paso.
—¿Cómo? —pregunté con voz apagada, apoyando una mano en la baranda para impulsarme un poco más.
—Es fácil encontrar a alguien ahora —respondió con naturalidad, mirando las flores que crecían junto al camino. Su mirada se perdió un momento en los pétalos, como si de repente la conversación no fuera tan importante.
Yo, en cambio, apenas podía concentrarme en subir un escalón más sin que mis piernas temblaran.
—Vive en la ciudad vecina, a unas dos horas de viaje —añadió mientras arrancaba algunas flores y las giraba entre sus dedos.
Me detuve y me dejé caer en un escalón, sintiendo cómo mi respiración aún estaba agitada. Abrí la botella de agua y bebí un poco antes de preguntarle:
—¿Vas a ir a buscarla?
Ella no respondió de inmediato. Solo sonrió, jugueteando con las flores entre sus manos.
—¿Crees que sepa quién eres? —insistí, porque era la pregunta que realmente importaba.
Su respuesta fue rápida y llena de una seguridad que me desconcertó.
—Soy su hija. No creo que no me recuerde.
Me quedé en silencio. Algo en su tono, en su expresión, me hizo sentir que estaba aferrándose a esa idea con más fuerza de la que admitía. Su felicidad era extraña, como si estuviera protegiéndose de cualquier otro pensamiento que pudiera hacerle dudar.
—Necesito que me cubras —dijo de repente, sentándose a mi lado.
Yo seguía procesando lo que acababa de decir. Me quedé mirando el suelo, intentando salir del shock.
…
Pensándolo bien, creo que fue un error haber sido tan alcahueta. Tal vez debí insistirle en que esperara, en que procesara las cosas con más calma. Pero era mi amiga, y entendía lo importante que era para ella encontrar a su verdadera madre.
Recuerdo el día en que todo se derrumbó para ella. La noticia de que la señora Luisa no era su madre la destrozó por completo. Pasó días sumida en un estado de confusión, sin saber qué hacer, sin poder hablar de otra cosa. Su mirada vacía y los silencios interminables se volvieron su nueva forma de existir.
Fue en medio de ese caos que terminamos conociendo este lugar. Yo había venido una sola vez antes, pero a ella pareció gustarle más. Algo en la tranquilidad del sitio, en la forma en que el viento acariciaba las hojas de los árboles, le daba una sensación de escape, de refugio. Tanto le gustó que terminase trayéndome aquí una vez al mes.
Se convirtió en nuestro rincón secreto. Un lugar donde veníamos a desahogarnos, a hablar de todo y de nada, a intentar dejar atrás el dolor que la verdad había traído consigo. Pero, con el tiempo, dejó de ser solo un refugio y se convirtió en algo más oscuro. En una especie de perdición.
Suspiré y levanté la mirada al cielo. Las nubes se movían lentamente, y por un instante me quedé atrapada en los recuerdos. Una vez más.
…
—¿Qué te pasa? —pregunté al verla tan decaída. Desde hacía semanas la notaba distinta, más callada, ausente, como si algo pesara sobre sus hombros y la estuviera hundiendo poco a poco—. Estas últimas semanas no eres la misma, ¿pasó algo malo?
Traté de captar su mirada, pero la evitó, bajando la vista hacia sus manos entrelazadas. Su silencio me incomodó más de lo que esperaba. Siempre habíamos compartido todo, y ahora, de repente, parecía haber un muro entre nosotras.
—No es nada —respondió en voz baja, negando con la cabeza.
—Si pasó algo, puedes contármelo —insistí, intentando transmitirle confianza.
Ella suspiró profundamente, pero no dijo nada. Su pecho subía y bajaba de forma irregular, como si estuviera conteniendo algo que no quería soltar. El viento sopló con suavidad, haciendo que su cabello se moviera levemente, pero ella permaneció inmóvil, como una estatua, atrapada en sus propios pensamientos.
Finalmente, rompió el silencio con una frase que me atravesó como un puñal:
—Deberíamos dejarlo aquí. Estoy cansada.
Se dio la vuelta y empezó a bajar el sendero sin darme tiempo a reaccionar.
—¡Espera! —Intenté detenerla, pero mis palabras quedaron suspendidas en el aire.
La vi alejarse con pasos firmes, aunque en su postura había algo de derrota, algo de resignación. Un nudo se formó en mi garganta. Nunca fui buena hablando, nunca supe qué decir en estos momentos. Yo era más de esas amigas que simplemente se quedan en silencio mientras tú te desahogas, pero esta vez, ella no quería hablar. No quise molestarla más así que la deje seguir.
…
Debí haber sido más insistente. Debí haberle dicho a alguien, a su padre o al mío. Debí haber hecho algo. Pero no hice nada. No pude hacer nada. Ahora, esas palabras se repetían en mi cabeza como un eco implacable, castigándome sin descanso. Golpeé un par de veces mi pecho, como si así pudiera aliviar la opresión que sentía dentro, como si pudiera obligar a mi corazón a latir de otra manera, menos pesada, menos culpable.
Seguí subiendo, pero al llegar a la entrada del sendero principal, me desvié sin pensarlo. Me interné en el bosque, dejando que la maleza rozara mis piernas y que las ramas crujieran bajo mis pies. Avancé casi de memoria, guiada más por la inercia que por la vista, hasta encontrarme con la frágil barrera de cinta amarilla que cercaba nuestro lugar. No dudé ni un segundo en romperla. La desgarré con un solo movimiento y crucé al otro lado. Me senté en medio de las flores, sintiendo su aroma dulce mezclarse con el aire húmedo del bosque. Saqué a los gatos de sus transportadoras y los dejé libres. Meni y Calisto salieron corriendo, explorando entre los arbustos sin preocuparse por nada. Los vi alejarse y, en ese instante, algo dentro de mí se rompió. Esta vez, no me contuve. Dejé que las lágrimas cayeran sin resistencia, empapando mi rostro mientras los sollozos sacudían mi cuerpo. Me aferré a la tierra, sintiendo su frescura contra mis palmas, como si eso pudiera anclarme a la realidad. Pero nada podía aliviar la presión en mi pecho. Grité. No fue un grito fuerte, pero sí uno lleno de todo lo que había estado guardando. De frustración, de impotencia, de rabia contra mí misma.
—¡Lo siento! — susurré primero, y luego grité con más fuerza—. ¡Lo siento! ¡Debería haber hecho algo! — Cada palabra me hacía sentir más débil, más pequeña, más inútil.
Me dejé caer sobre la hierba y miré el cielo entre lágrimas borrosas. Este lugar era nuestro refugio, nuestro santuario, el único rincón del mundo donde podíamos ser completamente nosotras mismas. Aquí nos desahogábamos, aquí reíamos, aquí compartíamos secretos que nadie más conocía. Y ahora, era solo un recuerdo y un tormento.
—¿Qué hago ahora, Cata? —murmuré, sintiendo cómo el vacío me envolvía.
Los gatos seguían correteando a lo lejos, ajenos a mi dolor. Quizá era mejor así. Quizá, con el tiempo, yo también aprendería a seguir adelante. Pero hoy… hoy solo podía llorar. Cerré los ojos y empecé a recordar.
…
Me encontraba en clases, sentí esa misma incomodidad que a veces llega sin previo aviso. Las horas pasaban lentas, las conversaciones se desvanecían en el aire, y yo simplemente no podía concentrarme. Había algo que me preocupaba profundamente: Cata no había escrito nada en el chat ni asistido a clase. Nunca faltaba sin avisar. Si estaba enferma, me lo decía, o si no quería ir por cualquier razón, me enviaba un mensaje, siempre. Pero ese día, nada. El pensamiento de que algo no estaba bien me persistió todo el día, creciendo lentamente como una sombra. En el recreo, fui al baño y traté de llamarla. El teléfono sonó varias veces, pero no contestó. No pensé en nada grave, solo en que tal vez había olvidado escribirme, o quizás aún dormía. Decidí seguir adelante, traté de no darle demasiada importancia, de no pensar lo peor. Volví a clase, guardé el teléfono en mi mochila y traté de convencerme a mí misma de que todo estaba bien, que era solo un pequeño descuido de su parte.
Pero algo dentro de mí no dejaba de molestarme, esa sensación de inquietud no me dejaba tranquila. Las horas pasaron lentamente, y mis pensamientos seguían centrados en ella. Al final, cerca de la salida de la escuela, algo completamente inesperado sucedió. El director tocó la puerta del salón, y eso, en sí mismo, ya no era normal. Pensé que era algo rutinario, pero no lo fue. Entró, habló con el profesor, y me llamó poco después. En ese instante, algo en mi interior se revolvió. Salí del salón con el peso de todas las miradas sobre mí, como si de repente el aire se hubiera vuelto más denso. Al salir al pasillo, mis compañeros me preguntaron si sabía por qué Cata no estaba en clase. Sentí una presión en el pecho y, aunque mi instinto me decía que debía decir la verdad, respondí lo primero que me vino a la mente.
—Está enferma —mentí, con la voz que ni siquiera me reconocí que tuviera.
Pero entonces, algo ocurrió que me heló la sangre. La señora Luisa apareció de repente, y con su voz, que ya no era la misma amable de siempre, me erizó la piel.
—Eso no es cierto —dijo, mirando a los ojos con una rabia que jamás había visto en ella.
La señora Luisa parecía saber más de lo que yo quería admitir. El director y el profesor intercambiaron miradas, y su expresión se tornó más grave. Mi mente trató de buscar una salida, pero las palabras se me atoraron en la garganta.
—Ella salió esta mañana para el colegio, pero no está —dijo la señora Luisa, su tono más acusador.
Vi su rostro, y aunque traté de mantener la calma, sabía que algo no estaba bien. Y aunque traté de ser firme, mi voz temblaba un poco cuando respondí.
—No sé dónde está —dije, pero en el fondo sabía que no podía seguir ocultando la verdad.
—Sí sabes, ¿dónde está? —insistió, su enojo era palpable, y la mirada de sus ojos me hizo sentir la presión de un peso enorme.
No podía traicionar a Cata, aunque también sabía que lo que había hecho no era correcto. Mi mente luchaba entre la lealtad a mi amiga y la creciente sensación de que estaba metida en algo mucho más grande que yo.
—No me dijo nada, lo siento, no sé dónde está —contesté lo más firme que pude, aunque el nudo en mi estómago me decía lo contrario.
La señora Luisa no me creyó, y antes de irse, me lanzó una amenaza:
—Dile que cuando llegue a casa le espera un castigo.
Me dejaron regresar a clase, pero esa amenaza quedó colgando sobre mí. Estaba más aterrada por el castigo que por lo que pudiera ocurrir. Todo lo que había estado ocultando y negando de alguna forma estaba comenzando a salir a la superficie.
Cuando finalmente sonó la campana y las clases terminaron, no pude esperar más. Me alisté rápidamente y salí corriendo, sin siquiera mirar atrás. Cuando llegué a la puerta, me topé con mi papá. Traté de explicarle rápidamente lo que estaba sucediendo, pero no tenía tiempo para más. Le entregué mi mochila y grité sin detenerme:
—¡Te explico en la tarde!
Corrí con todas mis fuerzas, con la urgencia de algo que no podía comprender por completo. Mis piernas me dolían, pero no podía parar. Subí las escaleras hacia la colina, cada escalón me costaba más, pero no podía detenerme. Finalmente, al llegar al desvío que llevaba al pequeño prado de flores, empecé a gritar.
—¡Cata! ¡Cata! ¡Tu mamá te está buscando! ¡Está enojada!
Pero Cata no respondió. La vi allí, tumbada, inmóvil, y pensé que tal vez estaba dormida, pero no podía ser. Me acerqué y la toqué con suavidad en la cara, pero no reaccionó. Mi corazón se aceleró, y la moví con más brusquedad, tratando de despertarla.
—¡Cata! —llamé una vez más, al ver que apenas entreabría los ojos, pero su mirada estaba vacía, lejana.
La sangre empezó a brotar lentamente de sus labios, como un río de desesperación, escurriéndose por su mejilla. Mi mente estalló, un torrente de pánico me invadió.
—¡Cata! —grité una y otra vez, intentando detener el sangrado, pero no sabía qué hacer. Estaba completamente perdida.
Vi un frasco vacío en el suelo, y mi estómago se retorció de horror.
—¡¿Cata?! ¡¿qué hiciste?! —grité, sin poder creer lo que veía. El miedo me paralizó por completo.
Tomé mi teléfono, marqué el número de la señora Luisa con manos temblorosas, sin saber qué más hacer.
—¡Una ambulancia! ¡Por favor! ¡Al mirador del santuario! —grité, desesperada, pero mi voz apenas era un susurro ahogado por el miedo.
Dejé el teléfono a un lado, sin escuchar la respuesta, y traté de arrastrar a Cata por el camino, llorando, suplicando por una reacción que no llegaba.
—¡Cata, por favor! ¡No te vayas! ¡Cata, resiste! —grité con todo lo que me quedaba de fuerza.
Al llegar a las escaleras, vi que la ambulancia no podía subir. Solo los paramédicos subieron rápidamente y, cargándola, comenzaron a descender. Yo los seguí, sin dejar de llorar, completamente fuera de mí. Al subirla a la ambulancia, subí con ellos, temblando de miedo. El trayecto fue una pesadilla. Los paramédicos intentaban salvarla, pero sus signos vitales se desvanecían lentamente. Las órdenes que gritaban no las comprendía, y poco a poco, mi mente comenzó a apagarse, como si me desconectara del mundo que me rodeaba.
El sonido de la sirena y las voces de los paramédicos fueron perdiéndose en la distancia, hasta que solo quedaba un abismo de silencio. Sentí que mi cuerpo se desvanecía, pero mis ojos seguían allí, fijos en el rostro de Cata, viéndola luchar por su vida mientras yo, impotente, me derrumbaba por dentro.
Al llegar al hospital, me bajaron, y luego a Cata, pero no pude hacer más que seguirles, en un estado de shock. En la sala de espera, me detuvieron, y vi cómo la camilla con Cata se alejaba. La señora Luisa y el señor Ricardo corrían detrás de ella, llorando desconsolados. Cuando los dejaron fuera de la sala, el señor Ricardo se desplomó, pero la señora Luisa se acercó a mí, tomó mis hombros con fuerza y me sacudió, como si fuera a obtener respuestas de mí.
—¿Qué pasó? ¡¿Qué hicieron?! ¡¿Qué pasó?! —gritó, desesperada.
No tenía palabras, solo miré a sus ojos, llenos de dolor, y con voz temblorosa le respondí:
—No sé.
Antes de que pudiera responder a su segunda ronda de preguntas, salí corriendo, huyendo de aquel interrogatorio, huyendo de la verdad que me consumía.
…
Me levanté nuevamente, esta vez con una sensación de determinación, y caminé lentamente hacia el árbol que me había estado observando todo este tiempo. Era un árbol imponente, mucho más grande que los demás a su alrededor. Su tronco grueso y retorcido era testigo de muchos años, de muchas estaciones que habían pasado por él. Cada surco en su corteza parecía contar una historia, un relato de resistencia y supervivencia.
Con paso decidido, avancé unos metros hacia la derecha, donde el suelo se veía ligeramente alterado, como si alguien hubiera estado allí antes, ocultando algo. Me agaché con cuidado, tocando la tierra con la palma de mi mano. Sentí el frío de la tierra, un eco de las estaciones pasadas. Fue entonces cuando encontré lo que buscaba: una tapa de metal, enterrada pero aún accesible. Había sido un escondite, y aunque en su momento no tuve tiempo de revisarlo, hoy era el día en que finalmente descubriría lo que se ocultaba bajo ese manto de tierra.
Con una mezcla de ansiedad y curiosidad, retiré la tapa. Al abrir el pequeño compartimiento, encontré una carta, perfectamente doblada, casi como si estuviera esperando ser leída. La sostuve en mis manos, sintiendo el peso de su presencia. Estaba temblando, no de miedo, sino de incertidumbre. Sabía que lo que estaba por descubrir podría cambiar muchas cosas. ¿Sería una respuesta a esa decisión tan difícil? Necesitaba entenderlo.
Comencé a leer. Las palabras me golpearon con fuerza. No terminé de leer toda la carta, pero con unas pocas líneas comprendí lo que había sucedido. Un nudo se formó en mi garganta y, sin poder evitarlo, susurré:
—No te culpo, Cata.
Con un suspiro, devolví la carta a la caja. La guardé con cuidado, como si no quisiera deshacerme de ella, pero al mismo tiempo, sabía que no debía seguir leyéndola. Lo que estaba escrito allí era lo que era, y no necesitaba más. Cerré la tapa con suavidad y, como si un acto ceremonial se tratara, coloqué un poco de tierra encima para cubrirla nuevamente.
Me quedé unos segundos mirando el lugar, como si intentara comprender lo que acababa de descubrir, como si las respuestas estuvieran allí, esperando ser desenterradas. El aire estaba tranquilo, pero dentro de mí algo se agitaba. Finalmente, me levanté y llamé a Meni y Calisto. Meni regresó rápidamente, como siempre, con su energía tranquila, pero Calisto no apareció. Me preocupé y, durante un momento, traté de buscarlo, mirando en todas direcciones, llamándolo en voz baja.
Fue entonces cuando lo vi, a lo lejos, entre los arbustos. Estaba inmóvil, mirando hacia algo que no podía entender desde mi posición. Algo en su postura me hizo dudar. Un impulso de seguirlo se apoderó de mí, pero justo antes de dar un paso, algo me detuvo. Tal vez era el instinto, tal vez el sentido común, no lo sabía. Decidí dejarlo ir. No era el momento de seguirlo, y quizás ni siquiera lo necesitaba. Sentí una extraña calma al ver que Meni regresaba a mi lado, como si el universo me dijera que lo dejara ser.
Comencé a caminar por el sendero, el sonido de mis pasos era el único ruido que interrumpía el silencio de los alrededores. Mi mente seguía dando vueltas a lo que había descubierto, tratando de encajar las piezas. Pero, a pesar de la incertidumbre, había algo dentro de mí que ya había aceptado una parte de la verdad. Era como si ese descubrimiento, por doloroso que fuera, hubiera dejado claro lo que necesitaba saber, aunque aún quedaran preguntas sin respuesta.
Al llegar al final del camino, me detuve por un momento y miré hacia el lugar donde había escondido la carta. Sentí como si, al hacerlo, hubiese cerrado un capítulo de mi vida, aunque sabía que las huellas de ese secreto siempre estarían allí, pero este no era el fin, aún no.
—Tu secreto está contigo, Cata, tres metros bajo tierra. Y ahí se quedará —dije en voz baja, mientras caminaba hacia el horizonte.

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