La otra avenida
- pedrocasusol
- 12 ene
- 13 Min. de lectura
Escribe: Ivone Ladiv
Todo se sentía vacío, frío y oscuro en esa oficina que nunca cerraba antes de las 8 de la noche. Ahí transcurrían las horas como si fueran días y los días como si fueran meses.
La luz del sol a penas se contemplaba en la media hora de almuerzo fugaz, los intercambios de palabras e ideas solo podían reflejar los suspiros que anhelaban esos cuerpos por un poco más de libertad. No podían quejarse - se reprochaba ella - tenían un lugar para entregar su fuerza de trabajo, esa era la finalidad en este mundo.
De regreso a la oficina contemplaba la puerta con un poco de vértigo. Seguramente habría querido salir corriendo, pero se ataba los pies al suelo y se sentaba en su escritorio.
De frente en la computadora se disponía a teclear los mismos textos que tanto les gustaban a todos, menos a ella. ¿Qué importa la producción en cantidad si no se resuelven los problemas de fondo?
De vuelta al teclado, giró ligeramente su rostro cansado y pudo divisar al lado del monitor un libro a mitad de leer que llevababa siempre consigo, su contemplación le produjo algo de calma, como si fuera un autoreflejo de que no lo había perdido todo, de que en ese camino seguía conservando ese aroma de naturalidad y quietud.
Sofía salió de la oficina a toda prisa. Sin mucho entusiasmo, hizo el despido clásico y encamino sus pies. Aunque, no le quedaba claro para qué se apresuraba tanto. «En su casa no había nadie esperando por ella», eso le decía su jefe cada vez que ella protestaba por irse más temprano. Tal vez, se le iba quedando poco a poco las ideas de pertenencia, ya no era de si misma, sino de ellos, de ese escritorio y esa computadora.
Al salir a las calles, notó aún el aroma fresco del ambiente, respiro tratando de sentir que los minutos aún le pertenecían. Se detuvo frente a un hotel que tenía un bar en la entrada y como quien decide de pronto rebelarse al destino ingresó al bar con determinación, observó a algunas personas que tomaban en grupos. «¡Nadie llega solo a un bar!» - se reprochó - mucho menos, si ese alguien tiene tacones, cabello largo y sobre todo vagina.
Se sintió invadida por breves minutos, esa fuerza interna que te hace pensar que hay un telón que se ha abierto y que estas frente a una multitud desnuda siendo observada todo el tiempo. Se le sonrojaron las mejillas y empezó a sudar un poco. «No tiene nada de malo que quiera tomar sola en un bar» – pensó- ¿Y si me pasa algo? ¿Si me paso de copas y me quedo recostada en medio de este lugar lleno de hombres desconocidos? - Son ideas nada más, ideas que la sociedad nos ha puesto en la cabeza para convencernos de que no podemos hacer algo, siempre las vulnerables, las flores delicadas, las que deben estar guardadas para que no se gasten – se dio ánimos.
Sin mucha convicción caminó fingiendo seguridad hacia la barra del bar, había sillas vacías y sería el único individuo en toda esa fila sentada frente a los dos bármanes que servían los tragos. No importaba ya, quería sentarse en un lugar tranquilo, leer un libro y beber un buen trago.
Las barras de los bares siempre le habían llamado la atención. Eran lugares en donde las personas podían sentarse en soledad para tomarse unas copas, apretujar el alma sin la necesidad de tener que llevar acompañante. En un lugar destinado para socializar y conocer personas, tener un espacio así, en donde puedas ser dueña de tu silla, sin tener que voltear para iniciar una conversación era como una liberación.
Había observado cuando salía con sus compañeros a personas salir y venir de esas sillas destinadas a los solitarios. En su mayoría eran hombres los que se sentaban ahí, pedían sus tragos y salían a seguir sus caminos. Casi nunca hablaban, siempre estaban observando sus copas o intercambiando una que otra palabra con el barman. Tenían un aspecto melancólico, como si la soledad que sentían fuera mala.
Sofía no había descubierto soledades frías hasta entonces, sus aislamientos eran cálidos y hasta divertidos. Con ánimo serio llamó al mozo que le pareció mas confiable.
-Un pisco sour, por favor.
-¿Lo quiere de maracuyá o clásico?
-Clásico, por favor. «¿Por qué querría el de maracuyá?», pensó ella.
-¿Desea algo más, señorita? El mozo tenía un rostro lozano, de aspecto muy amable, pero su tono parecía sugerir compasión por ella.
-No, muchas gracias, dijo con sequedad.
Una breve emoción se apoderó de su interior, miro a su alrededor y contempló con algo de dicha los cuadros de las paredes que le daban un aire ceremonial y tranquilo al bar. En la esquina hacia el fondo había un gran piano de esos que siempre estaban en las salas grandes de la gente rica. «¿Alguien tocará esta noche?», pensó.
Ya había acomodado su cartera al lado de la barra para tener comodidad. Sacó como quien arma un pucho a plena luz del día, el libro que tenía en la oficina. La portada azul reflejaba el aspecto de una mujer del siglo XIX y en su interior se plasmaban las historias de una “paria” – así se llamaba Flora Tristán así misma- en un mundo que era de ella pero que aún estaba descubriendo. «Tal vez, en algún momento, ella haya estado aquí»– pensó Sofia- aludiendo al capítulo en el que se describía la iglesia de la plaza principal y a las mujeres vistiendo impetuosas sus sayas. «Ojalá yo ahora tuviera mi saya» - se cuestionó - «así podría desplazarme libremente, bajo ese velo largo, dejando entrever solo mis ojos, sin miedo a ser observada y sin tener que demostrar seguridad para entrar a beber y a leer a un bar».
Entre cavilaciones, iniciaron los sonidos de las teclas del piano. Las notas musicales empezaron a caminar por los aires y su corazón empezaba a latir de nuevo. Las personas observaban extasiadas al pianista que empezaba a entonar la canción sin que sus dedos se desprendan de las teclas. «(…) Los amores cobardes no llegan ni amores, O a historias se quedan allí, ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar (…)». Las letras del gran Silvio Rodríguez sonaban a viva voz en ese pequeño bar. Todos se abrazaban con hermandad compartida al corear el “Óleo de una mujer con sombrero”. Sofía solo pudo voltear y contemplar el escenario, deseando que la música nunca acabe y que sus recuerdos no se vayan.
Volvió a llamar al mozo y le pidió otro vaso de pisco sour. Cerró su libro y siguió escuchando la canción. Cuando llegó el otro vaso, la canción ya había llegado a su fin. Sonriendo triste volvió a coger el vaso y empezó a tomar, como lo hacen las personas que quieren olvidar sus dolores. Ni bien terminó su bebida, el mozo se le acercó.
-¿Le pido un taxi?, señorita.
-¿Ah?
-Deme la dirección de su casa para pedirle el taxi.
-No gracias, yo puedo hacerlo sola, se oyó decir con algo de dificultad. Cogió su celular y marcó su dirección. La única ventaja de estar trabajando en ese lugar, pensaba, es que puedo pagar un taxi por aplicación.
-La acompaño a su taxi, insistió el joven.
-No, gracias, ¡yo puedo sola! Volvió a repetir ella.
En el camino a su casa, observó con algo de temor al conductor del taxi. Los miedos regresaron a su cabeza. Trato de incorporarse para no parecer tan vulnerable. «Tenía cabellos largos, tacones y sobre todo vagina» - pensaba - no importa que haga, ellos siempre me verán vulnerable. Sintió escalofríos cuando el taxi entraba por calles oscuras. No tenía a quien llamar, ni tampoco la voluntad de encontrar a alguien para hacerlo, así que solo esperó.
En la entrada de su casa, antes de bajar, el taxista le preguntó:
-¿Esta es tu casa? ¿Vives sola?
-¡Qué te importa! – quería gritarle – Sí esta es mi casa, vivo con mi papá - mintió.
-No deberías andar sola hasta estas horas.
-Gracias, le dijo bruscamente, mientras le pagaba la carrera.
Al ingresar a su habitación pensó en cómo las mujeres también podían sentirse poseedoras del mundo, si en cada paso que dan hay obstáculos a los que enfrentarse. Nos vuelven sentimentales para abocarnos a esperar que otros nos cuenten las experiencias bajo la excusa de nuestra seguridad y luego nos juzgan por nuestra emocionalidad. ¿Qué clase de talento puede cultivar un ser humano condenado a esconderse sino es el desarrollo de su interior?
El día siguiente la descubrió sentada en la oficina donde trabajaba. Esta vez, sin embargo, había llegado más tarde de lo habitual, la fatiga del día anterior había cobrado factura. Una buena reprendida le esperada. Se acercó como pretendiendo buscar un papel, un señor, algo delgado, no tan alto y sin mucho cabello en la cabeza.
-Sofía, llegaste tarde hoy. De ahora en adelante, ¿Llegarás siempre a esa misma hora? - Notó la ironía en la pregunta de inmediato -.
-No, Dr. Tuve un contratiempo esta mañana en mi casa y se me hizo tarde.
-¿Qué clase de contratiempo? ¿Estás enferma?, dijo con dureza. No tenía esa misma delicadeza con sus colegas masculinos.
-Sí, se oyó decir.
-¿Fuiste al médico? ¿Tienes descanso?
-No, Dr. Tengo el periodo y estoy algo indispuesta hoy. La cara de su jefe palideció, parecía querer huir de la escena.
-Muy bien, si quieres te puedes ir temprano, dijo con algo de condescendencia, como si el mero hecho de que se le haya revelado ese dato material la hubiera vuelto en automático vulnerable.
-No, gracias, Dr. Ya tomé mi pastilla, dijo ella mientras volteaba su cabeza a la computadora y empezaba a teclear.
Hubiera aceptado que la manden temprano a su casa por el buen trabajo que hizo o los casos que atendió, como solían hacer con sus compañeros; pero no por algo tan natural como ser mujer y sangrar. Aceptar esa condescendencia, habría significado dar tregua a los razonamientos deterministas sobre la desigualdad entre hombres y mujeres.
Las teclas de la computadora sonaban como cansadas de hacer el mismo trabajo. Las letras más usadas pedían tregua, sentían como ardor cada vez que veían acercarse esos dedos pequeños que las desgastaban con la presión intensa que producían.
Esas teclas habían visto su rostro pasivo muchas veces; y otras, habían contemplado caer gotas de esas mejillas. Cuando eso pasaba, habilitaban el tono de alerta para evitar que el líquido invada su interior y estropee su trabajo. Entonces, ella rápidamente se secaba el rostro y limpiaba con delicadeza ese teclado que la acompañaba en silencio en sus labores.
Un buen día, sin embargo, las teclas no pudieron hacer nada. Seguro habrían querido desplazarse, desprenderse de sus raíces y lanzarse al ataque. Cuando se encontraban concentradas ejerciendo su función, observaron una sombra delgada detrás de Sofía, parecía percibir su aroma como si fuera un deseoso banquete, luego vieron desplomarse unas manos gruesas en los hombros de ella.
Esas manos se movían suavemente, mientras la voz de atrás le decía: «Estas cansada, deberías relajarte». Ella permanecía inmóvil, sin pronunciar una sola palabra, ni pretender voltear. Las teclas sentían su vibrar, era como silencioso, pero había temor brotando por las yemas de sus dedos. Su mente estaba en blanco, solo sentía su cuerpo helado, habría querido levantarse con brusquedad y tirarle en la cara lo primero que veía, una bofetada, una patada o algo que le hiciera gritar: «¡no me toques!»; sin embargo, solo le alcanzó tiempo para dar un salto, coger su cartera e irse de la oficina, mientras decía: «Hasta luego, Dr.»
En su cuarto recostada en su cama pensaba en todas las posibilidades que había tenido para defenderse. No le estaban apuntando a la cabeza, había tenido todo para salir victoriosa de esa escena. «¿Cómo me pasa esto? ¿Por qué no hice nada? ¿Por qué no me defendí?» – se cuestionaba - mientras observaba con fijación el pequeño cuadro que tenía al lado de su recámara.
En la figura se contemplaba a una mujer de fines del siglo XIX. Llevaba una blusa blanca, falda gris con pliegues y un cinturón marrón que moldeaba su cintura. Tenía un moño recogido en el pelo aplastado por un sombrero blanco. Era de estatura pequeña, cara sin adornos y de nariz aguileña. Estaba en un estrado, atrás de ella, varios hombres en traje de época sentados en fila contemplándola, como si el mero hecho de cederle ese espacio los hiciera por añadidura diferentes. Ella tenía una mano en el aire dirigiéndose a una multitud de obreros con una seguridad de aplomo. A su costado sentada se encontraba otra mujer, observando la escena con orgullo. ¿Puede una sola imagen transmitirte serenidad y firmeza?
Lo decidió al fin, no iba a renunciar, eso hubiera implicado darle el poder que creía que aún tenía. Tampoco lo iba a denunciar, eso la haría ver vulnerable al resto, no quería verse así. Pero, «¡si me vuelve a tocar así sea solo la mano, no lo voy a volver a permitir!», se animó.
El día en la oficina no pudo ser más tenso, cuando Sofía llegó ya estaban todos en sus respectivos lugares, incluyendo su jefe. Sin bajar la cabeza, ingresó directamente y se sentó en su escritorio. Pensaba en si al menos obtendría alguna disculpa o algún acto de remordimiento de parte de él, no vio nada. Él estaba como de costumbre dando órdenes que ni sabía porque las hacía y pidiendo cosas que en nada resolvían los problemas de las personas.
Sofía no iba a dejar pasar la oportunidad, algo tenía que hacer para evitar que ese hecho no se vuelva a repetir. Así que, esperó a que como de costumbre él se acercara a pedirle el reporte de fin de mes. Sí, porque como ella era «mujer, ordenada y tenía la habilidad natural de hacer varias cosas a la vez», debía encargarse del balance mensual de las actividades de la oficina. Siempre que decían eso, ella reía para sus adentros, nunca pudo hacer más de una cosa a la vez y el orden, pues, solo hacía cuadros como cualquier persona con curso de ofimática básica. Al menos, «no me mandan a servirles el café», pensaba, mientras le daban esas tareas organizativas.
Se acercó con los zapatos brillantes, el terno bien planchado, el rostro afeitado y un perfume que hacía doler la cabeza. Sin remordimientos y con la frescura de sentirse poseedor del mundo, movió sus labios.
-Sofía, cómo va el reporte del mes. Ella sintió un leve alivio por tener en sus manos la oportunidad de invertir los papeles y demostrarle que, aunque tenga cabello largo, tacones y vagina, también podía golpear.
-¿Cuál reporte, Dr.?
-El que tienes que entregar los fines de mes.
-¡Ah!, habla del reporte que tiene que hacerse los fines de mes y que desde que he llegado se me ha encargado a mí la tarea.
-Sí, ese, deja de parafrasearme.
-Lo siento, Dr. No lo tengo, es que, revise el manual de organizaciones y funciones y no vi que esa labor estuviera asignada a mi puesto.
-¿De qué hablas?
-Creo que es importante que cada uno desempeñe sus funciones conforme les corresponde, así evitaremos que algunos se recarguen con tareas que no son suyas.
-Esa función es tuya, tu tienes todos los informes. ¡Me la entregas a primera hora el viernes! – dijo él, encolerizado.
-Lo siento, Dr. No puedo hacerlo, además tengo bastante carga laboral. Mientras decía eso, buscó su mirada, le fijo los ojos sin parpadear e hizo en esos segundos que, la mirada de aquel bajara al piso como un niño arrepentido.
-Entrégame ese manual del que hablas, para ver si es cierto. «Este es el momento», se dijo.
-Claro Dr. Mire aquí le entrego la copia y, además, aprovecho para entregarle la Ley de Prevención y Hostigamiento Sexual que ha sido modificada recientemente. Ahí puede observar las anotaciones pertinentes que competen a esta oficina. Ahora, si me permite, me gustaría continuar con mis labores, culminó con ánimo victorioso.
El señor, sin mucho cabello, que andaba por los pisos dando órdenes que ni él mismo entendía, con el anillo apretujando su dedo anular, nunca más volvió acercarse más de lo necesario a Sofía. Y esta, nunca más volvió a quedar inmóvil frente a él.
Su salida de ese lugar, sin embargo, no tardaría en llegar, fue aquella tarde. Los vientos soplaban, ella regresaba del almuerzo y sintió unas enormes ganas de dejar todo tal como estaba, sin dar explicaciones a nadie y salir. Solo salir, quitarse los tacones, sujetarse el cabello, romper el saco y usar poleras largas.
Ese día, recorrió las calles, miraba todo, recordaba cómo había llegado ahí, qué la había hecho decidirse por ese lugar. Vio personas, tantas como alguien podía imaginarse, caminando siempre a prisa. En las veredas, como si fueran mesas, se encontraban tendidas todo tipo de mercaderías, radios, medias, sombreros, todo cuanto uno pudiera imaginar.
Se detuvo en medio y observó. Había una niña, sentaba encima de una caja esperando que su mamá volviera de hacer las compras. Tenía puesto un short, polo rojo, unas sandalias rosadas y el cabello desordenado. Su paisaje era ese lugar, jugueteaba con los cartones, mientras observaba a las personas devorar esos almuerzos rápidos en los táperes de plástico. Cada uno, haciendo lo posible por vivir al día a día.
La niña no era de aquí, lo notaba por sus mejillas, eran rosadas como las que ella tenía en sus fotos de pequeña, la piel un poco cuarteada y sus manitos igual. Su madre se le acercó, llevaba una bolsa de rafia con elegancia, polo holgado y el cabello recogido. Llegaba con dos grandes cajas junto a un cargador, cuya única protección contra las enfermedades ocupacionales era una faja gruesa de tela que apretujaba sus riñones para que no se desgarren por el peso. Los tres empezaron la salida, junto a la carreta que sostenía las cajas. La pequeña caminaba como en un jardín lleno de flores y mariposas que perseguir, siempre sonriendo. Su mamá, alerta cuidando que las cajas no se escapen o no se las roben, ni a su mercadería, ni a su niña.
Sofía contemplaba la escena mientras se le estrujaba el corazón, «así había llegado» - recordó -, desde ese lado de la calle, desde esa avenida a la que nadie quiere entrar, ni pertenecer, pero sí valerse de ella. «Les he fallado», se oyó decir, mientras observaba lo último que se veía percibir de esa pequeña con pies ligeros.
Sus pies recorrieron las dos cuadras que antes caminaba junto a su mamá, haciéndole preguntas que ella no podía responder. Las dos miraban siempre ese edificio blanco grande que se imponía en las avenidas. Las personas que ingresaban ahí acostumbraban estar bien vestidas, les daba cierto aire de superioridad, como si eso los hiciera diferentes al resto. Ese mismo edificio al que ahora ella podía ingresar con libertad se había convertido en su lugar de trabajo. Solo que, ahí dentro, no sentía el calor de las tardes, ni la vibración de rebelarse al destino, solo había miserias y mentiras.
De vuelta al trabajo, el teclado ya no sonaba como antes, no tenían la energía que emanaba de costumbre, la mirada perdida en el horizonte impedía que siga desempeñando su rutinaria labor. «¿Qué estoy haciendo aquí?», se repetía. Empacó sus cosas en una bolsa, agarró su mochila, el libro azul de la mesa, cogió su teclado, su mouse y se retiró como de costumbre, pero esta vez, ya no iba a volver a amarrar sus pies al suelo para seguir tecleando.
El lugar quedó vacío como cuando empezó, su silla sintió su ausencia y el monitor extrañó esas teclas que parecían tener sentimientos. La frialdad del lugar se sintió aún más, un lugar que luego fue ocupado por otras personas, que siguieron desempeñando las mismas funciones y que como ella, creían que, desde ahí, desde ese escritorio pequeño, estaban haciendo algo, por aquellos, por esas personas de la otra calle, de esa avenida a la que nadie quiere entrar, ni pertenecer, pero sí valerse de ella.

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