Escribe: Mauro Huamani
Pequeñas gotas de sudor bajaban lentamente muy cerca a sus orejas, mientras sentía como se pegaba su mentón con los pliegues de su cuello. Tocó la sabana extendida a su costado y sintió también que estaba caliente. A diferencia de otras mañanas, no sentía frío y, arrimando a un costado extrañamente dos colchas que lo cubrían, Ulises despertó.
Tocó su reloj y salió de la cama. Luego del aseo diario, verificó su equipaje y salió rumbo a la terminal. Ya en el bus, sentado cerca a la ventana en el asiento número siete, escuchó:
—¿Quieres que te cuente una historia?
Una voz aguda le preguntaba, en volumen bajo, pero muy clara. La voz provenía del lado derecho de su asiento. Por el seseo dedujo un acento español. Ulises contestó sin dejar de mirar al frente y respondió:
—Soy todo oídos.
Ulises dibujó una sonrisa con sus labios, poniendo toda la atención posible, apartándose del entorno, del sonido el motor y otros ruidos de su alrededor.
—Érase una vez, cuando dejamos de usar la voz para contar nuestras historias y empezamos a usar nuestras manos para escribirlas. Hoy incluso, en páginas de luz.
Era Irene. Ella viajó a su costado. Esas horas transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos. Intercambiaron números telefónicos, direcciones de correspondencia, una cita. Y con un hasta luego, ella se despidió en un paradero de la ruta.
Ulises llegó su destino. Sujetándose a la cabecera del asiento del medio, tomó un impulso y avanzó hacia la puerta. Al bajar inhaló profundamente su primer respiro de aire y tuvo que detenerse porque era tan frío que le causaba un pequeño dolor en sus fosas nasales. Entonces, con una mano, dio una vuelta más alrededor de su cuello la chalina de lana y salió de la terminal. En la habitación donde se hospedó, dejó su mochila de viaje.
Al día siguiente, la vibración de su teléfono lo despertó, tocó su reloj y rápidamente salió en su búsqueda.
El aire estaba más seco que el día anterior. Ulises respiraba lentamente para evitar el malestar. Ahora se sumaba una brisa fría que pasaba por su rostro y sus manos descubiertas. Soplaba entre sus manos y las frotaba para calentarlas un poco. Mientras caminaba, tropezaba con pequeños agujeros de las calles, a veces sentía bajo sus pies las piedras del camino. Se detenía cuando temía caer, luego continuaba caminando. En algunos tramos podía detectar la presencia de algunos animales, en su mayoría parecían ser vacunos por ese olor muy conocido.
Luego de un par de horas, se paró a descansar. Podía oír ligeramente algunas aves, pero había una cuyo canto o chirrido era agudo y fuerte. Esos son los chiguancos, se decía así mismo. También oía el chapoteo de las aguas. Es el manantial, decía y sonreía nuevamente.
Para sentarse, extendió sus manos tocando algunos arbustos que lo hincaron. Lentamente bajaba una mano tras otra, mientras sentía la rugosidad de las rocas. Al comprobar su firmeza, tomó asiento. En simultáneo seguía oyendo el sonido del agua, el trino de las aves y el viento que movía y hacia crepitar las hojas de los arbustos.
—¡Te encontré! —Dijo Irene, tocándole el brazo derecho.
Ulises puso su mano izquierda sobre la de ella y sonrieron juntos.
—¿Has notado la furia del río, el clima fiero de este pueblo?
—Sí.
—No entiendo. ¿Por qué nos recibe la naturaleza con tanta violencia? ¿Has sentido como hasta la flor más pequeña tiene espinas?
—Quizás nos quiere avisar que tras su naturaleza indómita se encuentra una terrible fragilidad.
Entonces despertó.
Ulises volvió a sentir el sudor goteando por la parte lateral de su frente y la cama caliente. Preguntó la hora a su teléfono inteligente y este le avisó que eran las seis de la mañana del lunes tres de febrero.
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