Feliz año
- pedrocasusol
- hace 7 días
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Actualizado: hace 6 días
Escribe: Margot Orozco Delgado
Sonó el recién estrenado teléfono. A lo lejos, escuché la voz diminuta de mi madre, asintiendo con pesar e ira controlada.
—Sí, sí comadre, no se preocupe. Voy a mandar a tu ahijada por él —repetía entre apenada y fastidiada.
—Otra vez lo siento comadrita —le decía con un hilo de voz— feliz año nuevo — y con un suspiro, cortó la llamada.
Debes recoger a tu papá, me dijo mi madre, escupiendo su rabia. Pero porqué yo, me atreví a contestarle. Acaso no estabas necia con sacar el permiso de conducir, ahí está pues, refutó con desdén. Se detuvo un instante e intentando llenar su espíritu de una paciencia desaparecida, resopló y, como para justificarse, me recordó que mi hermano regresaría todavía en un par de horas, mirando de soslayo el libro que llevaba en mis manos, como evidenciando mi culpa de estar solo dedicada a perder el tiempo.
Empezaba a extinguirse la tarde. Tenía unas horas para ir en busca de papá. Estaba por Tungasuca, aquel lugar límite donde la ciudad se transformaba en chacras, donde los perros callejeros se transmutaban a chivos y ovejas, donde el asfalto se desfiguraba en volutas de polvo y ceniza. Apenas tenia unos meses de estrenado mi brevete, gracias a una deshonesta tía a la que unos billetes facilitaron que, a mis diecisiete años y con apenas pocas clases de conducir, pudiera formar parte del contingente de cafres al volante. Por eso, aún los nervios me invadían cuando cogía la enorme lancha blanca que era el auto de papá y me aventuraba por las caóticas avenidas de mi barrio. Las calles pequeñas y poco transitadas habían sido mi zona segura; no había tan siquiera salido fuera del distrito con el voluminoso Dodge.
Después de casi tres horas y ya con la noche encima llegué a casa de la madrina. Me recibió con el afecto de siempre; delataba su aliento que había bebido, aunque se mantenía todavía augusta. Quienes se desparramaban en su humanidad era papá y el padrino. Ambos eran como dos malaguas informes que gravitaban en medio de botellas y vasos de cervezas, vinos, wiskies y quién sabe qué otra clase de mejunjes más. Cuando llegué, estaban enganchados en una especie de disputa, gritando, o mejor dicho farfullando un idioma ininteligible. Apenas si se podían poner en pie; no estaba segura si sus pestilentes alaridos eran muestra de afecto de borracho o era conato de bronca. Madrina, con cierta pena, me dijo que era mejor que me llevara al compadre, pues hasta en dos ocasiones había detenido una pelea con sus vecinos, y su esposo estaba demasiado ebrio como para controlar la catarata violenta y desbocada que era mi padre cuando le ganaban sus demonios azules, verdes, negros, rojos y toda la gama de colores del averno.
Me entregó la llave del auto, entre culposa por dejarme el bulto y aliviada por lo mismo.
—Pude quitarle la llave al compadre, ya sabes que cuando esta “alegrito”, se pone loco y con el carro es capaz de matarse o matar a alguien.
Y era cierto, pues ya papá había atravesado con su auto paredes y jardines, se había colgado a mitad de un puente, matado animalitos, y de pura suerte no había atropellado a un ser humano, aunque había dejado alguna fractura, moretones, algún corte y un sinnúmero de ataques de nervios, contándome entre las víctimas de esos últimos.
Subirlo a la parte trasera del auto fue toda una odisea. Porfiaba a gritos y empujones en sentarse como piloto de su nave. La madrina, entre zalamerías y una botella semi vacía de pisco, logró engatusarlo para que aceptara ser, por esta vez, el pasajero. Le prometió, mentira claro, que yo solo conduciría hasta salir a la carretera, pues ya estaba muy oscuro. Papá resoplando y entonando el viejo vals que siempre cantaba cuando estaba en ese estado, parecía tranquilo, conforme y hasta alegre. Por un momento, pensé que a pesar de todo sería un viaje sin contratiempos, que dormiría atrás y que solo debía batallar con una conducción que aún me era muy nueva. Ilusa.
Papá seguía cantando, o mejor dicho aullando, derramando no solo lisuras, sino el pisco que al parecer ya le quedaba muy poco. Intenté hacerme invisible, que aun cuando era quien conducía, sabía por experiencia que la mejor estrategia era que él no notará mi presencia. Parecía funcionar; fue bajando sus decibelios. Por un momento, pensé aliviada que al fin se dormiría. Aun así, mis manos húmedas se aferraban pegajosas al volante, me las secaba precariamente con la manga de la blusa, hacia cálculos mentales con el freno y las direccionales, recalculaba distancias, intentaba recordar qué faro encender. Y de pronto, como si el demonio hubiese soplado a su oído, papá despertó furioso, ordenó entre groserías detenerme, que él iba a conducir. Apenas habíamos entrado a la avenida principal que unía el campo con la ciudad, los autos zumbaban por todos lados; intentaba concentrarme para entrar en la misma vía que los demás autos sin estrellarme con alguno, mientras papá bramaba, insultándome, amenazándome, espetando con todo su odio que me mataría cuando llegara casa. Ponía delante de mi visión la botella casi extinta de licor, amenazante gritaba; sentía que mis nervios iban a explotar y me fundiría entre los fierros retorcidos del auto estrellado por causa de mi impericia o por algún botellazo de papá.
—Papá, ya vamos a llegar —le suplicaba—. En casa te espera la abuela con el plato de conejo que tanto te gusta —intenté vanamente endulzarle, hacerle recordar que era un ser humano.
Solo recibí insultos para la abuela, para mi madre, para mi hermano, para mí, para todo ser viviente que había osado a cruzarse en su camino.
Pon música, gritó. Yo obedecí. Más alto exigió, más alto accedí. Ya estaba en la ciudad; los autos locos de personas sin tiempo, o tal vez embriagadas, se cruzaban delante de mí, me rozaban, me respiraban, me insultaban, bregaban por llegar a donde tuvieran que llegar antes que marcaran las doce. Mis manos ya no eran mías, eran un pedazo de acuosa y temblorosa carne. Fue el momento en el que el infierno y la guerra se unieron; y así, con silbidos de estruendo, explosiones eternas que incendiaban el cielo, se anunciaba el nuevo año. La gente salía, corría, se atravesaban sin pudor por las calles como dementes, ponían bombardas, fuegos artificiales, muñecos mal armados en medio de las pistas, borrachos de vida saltaban y bailaban sobre mí. Eran las doce. El ambiente se transformó en bruma; la pólvora, la pirotecnia, el artificio, los pequeños incendios de tristes seres de trapo y aserrín inundaban las calles. Dribleaba para no colisionar con todo eso, para no atropellar a nadie, para no estrellarme con otros autos, para no ceder al impulso de dejarme ir y entregarme al apocalipsis. Y dentro del auto, papá gritaba, amenazaba con aventarse por la ventana, pateaba el respaldar, aventaba la botella, me abofeteaba con sus palabras. Soportaba. Ya no era yo; me aferraba a la blanca lancha, solo me concentraba en no morir o matar a alguien. Mis ojos se velaban de pólvora y lágrimas, sorbía mocos, descontrolaba esfínteres, mi espíritu se alienaba con el pavor. Un poco más, un poco más, me repetía como mantra autómata, para convencerme que pronto eso iba a acabar.
A medida que veía que el tortuoso viaje llegaba a su fin, el residuo de serenidad que me sostenía me abandonó. Ya no recuerdo cómo llegué a estacionarme en la puerta de casa; temblaba, lloraba desesperada sin control, fuera de mí. El pánico, que lo había mantenido a raya detrás mío, me sobrepasó y me poseyó apenas hube girado la llave y apagado el motor. Papá gritaba, las personas aullaban, la calle estallaba… y yo, me desvanecía, feliz año nuevo.

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