Epifanía joyceana
- pedrocasusol
- 10 ene
- 3 Min. de lectura
Escribe: Pedro Casusol
Por fin de año, a modo de cierre, se me ocurrió dejar en mi taller de escritura la lectura de “Los muertos” de James Joyce, el cuento con el que el célebre irlandés concluye aquel inmortal libro llamado “Dublineses”. Alguna vocecita en mi cerebro debió de haberme advertido que se trataba de un relato vagamente navideño, ambientado en la fiesta de fin de año de las señoras Kate y Julia, tías solteronas de Gabriel Conroy, protagonista del cuento, quien viaja a Dublín junto a su esposa Gretta y tiene por encargo pronunciar un discurso de sobremesa, algo que lo tiene atribulado buena parte de la velada.
No es la primera vez que uso este relato en un taller, aunque es verdad que estos últimos años lo he dejado un poco de lado, cambiado por otros relatos más amables para el ojo amateur. No tan difíciles, igual de útiles para un taller de escritura: “Una rosa para Emily” de William Faulkner, “La dama del perrito” de Chéjov y, si nos ponemos modernos, “Los asesinos” o “Colinas como elefantes blancos” de Hemingway. En otras palabras, obras maestras del género corto, pequeños universos esféricos como un Aleph. “Los muertos” siempre me pareció un cuento que iba cuesta arriba.
Casi es como si Joyce escondiera el corazón del relato en prolongadas escenas donde el narrador describe al detalle la fiesta en casa de las tías, a orillas del río Liffey, una suerte de relato costumbrista donde el lector desprevenido podría perderse. A fin de cuentas, ¿qué le interesará a un peruano promedio los usos y costumbres de la sociedad irlandesa de inicios del siglo XX? ¿Por qué habría de importarme los avatares políticos, los dilemas éticos, morales o religiosos que atormentaban a Joyce? La fiesta a la que accedemos es una celebración rica en detalles y referencias culturales, diálogos que nunca conducen a ninguna parte, canciones irlandesas y nacionalismos exasperados.
Porque el cuento no se trata, en realidad, de la fiesta ofrecida por las tías Kate y Julia, ni de las desavenencias del protagonista con Molly Ivors, una ferviente nacionalista que lo acusa de ser “probritánico”, por publicar crítica literaria en un diario de cierta tendencia. Ni del discurso que termina siendo un elogio a la cultura y a las tradiciones irlandesas, aunque luego Gabriel lo califique de estúpido, redactado para complacer a la audiencia. “Los muertos” trata del impacto que una canción ejerce sobre Gretta, la esposa, casi al final, cuando los invitados se están retirando y ella queda embrujada, en el descanso de la escalera, bajo el influjo de “La doncella de Aughrim”, composición tradicional cantada por uno de los invitados, el señor Bartell D’Arcy.
El efecto en Gretta es el de la magdalena de Proust o la canción de los Beatles al inicio de “Tokio Blues”, la juvenil novela de Murakami. Pero en el relato de Joyce el narrador está focalizado en Gabriel, quien apenas logra percatarse de la conmoción a la que ha sucumbido su cónyuge, mientras caminan juntos por la orilla del río y viajan en coche por un Dublín cubierto de nieve. Es casi al final, en las últimas páginas, cuando un Gabriel ardido de deseo y luego de celos escucha de la boca de su esposa la historia de Michael Furey, su amor de juventud, aquel joven de diecisiete años que cambió su salud por ver una vez más a su amada bajo la lluvia. El triste recuerdo de un joven de voz melodiosa para quien no tenía sentido vivir si es que Gretta partía hasta el verano siguiente.
Solo la última escena, cuando ella se ha quedado dormida y el narrador se fusiona con las reflexiones de Gabriel, justifican de sobra las páginas que la preceden: la fiesta de fin de año, las conversaciones sobre cualquier cosa, todo ese asunto del discurso, cada uno de esos momentos nos conducen a un descubrimiento: la certeza de ser un personaje secundario en la historia de amor de su esposa. Aquella reflexión sobre la vida, el talante irreversible de la muerte, la desconexión entre personas que se aman, mientras observa la nieve cubrir a los vivos y a los muertos, es un claro antecedente del monólogo interior y ha sido calificada, muchas veces, de “epifanía joyceana”.

Comments