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El árbol de navidad

  • pedrocasusol
  • 6 feb
  • 10 Min. de lectura

Escribe: Ivone Ladiv


Martina Quispe acababa de cumplir 40 años, aunque para ella eso no tenia ninguna trascendencia. No tenia la preocupación de las personas que quieren ser recordadas por toda la eternidad, tampoco le importaban las líneas de expresión que ya se le habían marcado por todo el rostro a paso silencioso, menos le impresionaban sus dolores de espalda que cada vez se volvían mas frecuentes.


Ella solo tenía dos preocupaciones: Eliseo y Adrián. El primero de ellos tenía apenas ocho años y el segundo iba a cumplir cinco. Los miraba tan tranquilos e indefensos, en la cama de plaza y media que se encontraba al lado de la de ella, mientras pensaba en qué más podía hacer para darles una vida mejor.  


El chillido de las calles se hizo sentir, los carros iban haciendo su aparición cada vez más frecuentes y la luz tenue del lado de su ventana le anunciaba que el día ya estaba por iniciar. Salió de sus pensamientos más por necesidad que por voluntad y empezó la batalla por arrebatarle al día una supervivencia digna.


Eliseo y Adrian gruñían al despertar, sus cabezas aun tiernas no buscaban más explicación, ni comprensión de la situación. Les gustaba acompañar a su mamá en sus paseos de madrugada, pero despertarse de su placido sueño para hacerlo era una actividad que habían llegado a odiar.


Salieron los tres con bolsas grandes de rafia con camino presuroso y sin mucho ánimo.


-Mamá, ¿más tarde podemos comer pan y leche?, preguntó Eliseo. Martina que se encontraba concentrada tratando de buscar bolsas de basura para sacar las botellas de plástico que la gente había desechado, volteó a ver a su pequeño con el corazón arrugado.


-Claro, cariño. Ojalá consigamos muchas botellas hoy y quizá hasta podamos comprar un poco de queso, le dijo mientras lo abrazaba.


Eliseo sonrió y como si le hubieran dicho que tendrá un premio se apresuró a hurgar en las bolsas de basura, mientras con la otra mano sostenía a Adrián que miraba a su hermano como si fuera su mejor guía, en ese arte de conseguir botellas. A veces, hasta hacían competencia por quien conseguía más, aunque Eliseo siempre dejaba que Adrián gane para que no se sienta mal.


-Mamá, ¡una botella! – gritó Adrián.


-Muy bien hijito, dámela aquí la guardo, sigamos un poco más y luego vamos a desayunar.


-Ya mami, dijo Adrián, mientras daba brincos alrededor de su hermano.


El sol iluminando en sus caras era sinónimo de que ya había que regresar. Los tres salieron en retirada con la bolsa repleta de botellas de plástico.


-Mamá, menos mal que las personas no saben reciclar- dijo Eliseo con su tono de picardía.


-Ay hijito, ¿por qué dices eso?


-Es que, si supieran, no tendríamos trabajo - dijo él- como quien dice algo obvio. Esa afirmación la dejo pensando.


-No hijito, tal vez, si lo hicieran, nos facilitaría el trabajo, ya ves con todo lo que nos encontramos. Menos mal hasta ahora no nos ha pasado nada. De vez en cuando, solo nos cortamos un poco la mano, pero no es grave.


-Sí mami, pero … ¿Crees que las personas nos dejarían sus botellas? ¿Cómo sería nuestro trabajo si fuera así? Cuando Eliseo empezaba con sus preguntas, Martina hacia muchos esfuerzos por tratar de estar a la altura de sus interrogantes, le entusiasmaba que su hijo tenga esa curiosidad tan vivaz.


-No lo sé, pequeño, pero tal vez en algún momento, nos contraten de la Municipalidad y podamos ser recicladores del Estado. Tendríamos seguro, nos darían implementos para protegernos y se obligaría a las personas a separar sus botellas de plástico.


-Eso sería super, mami. Hasta podríamos tener chalecos… pero…


-¿Qué pasa?


-¿Si eso sucede, tendremos todos trabajo? ¿Qué pasará con el Juancho o la Dora? Ellos también son recicladores.


-No lo sé, pequeño, volvió a decir, Martina. Esperemos que cuando eso pase, todos los recicladores puedan tener trabajo. Hasta podríamos asociarnos y el Estado nos podría contratar, quien sabe, cariño. Todo a su tiempo, ahora vamos que hay que dejar esta bolsa para poder ir a comprar el desayuno.


Lograron conseguir para el pan del desayuno y para comprar una bolsa de avena suelta. Martina, mirando a sus pequeños, les dijo con tono de culpa.


-Con esto basta para empezar el día.  


-Mañana podremos tomar la leche, mami.


-Sí, mami, dijo Adrián siguiendo a su hermano.


Entraron al edificio donde se encontraba el cuarto que alquilaban a un precio cómodo. Había un pasadizo largo y tenían que subir cuatro pisos para entrar a los cuartos desnivelados que se habían construido en la azotea de ese edificio antiguo. No tenían baño propio, casi siempre lo compartían con las personas que vivían en las otras 5 habitaciones, pero había agua, eso era lo importante.


-Mamá, ya me voy al colegio, dijo Eliseo.


-Ya hijito, estudia mucho y no te distraigas por la calle con tonterías, te vuelves rápido.


-Sí mami. Le dio un beso en el cachete y se fue.


Por la tarde, Martina aprovechaba para ir a las casas a limpiar. Ese trabajo, no era recurrente, a veces la llamaban una vez al mes, otras una vez a la semana. Siempre que caía la oportunidad, ella siempre aceptaba, porque así podía ahorrar para las emergencias.


Ese día, le tocó ir a una casa que estaba como a dos horas del lugar donde vivía, en esos lugares en donde parece que todo esta bien y que nada falta.


La entrada de la casa tenía una puerta pequeña color negro, el techo tenia forma de uve invertida. Se veía todo tan perfecto que a ella le daba miedo romper algo o quitarle el brillo al piso con sus zapatos.


La señora de la casa era muy amable. La dejaba limpiar con Adrián, que siempre estaba dando vueltas en la casa, mientras ella aseaba los pisos o sacaba el polvo a los muebles.


-Martina, llegaste pronto.


-Sí, señora Mónica, muchas gracias por llamarme, mi Eliseo esta en el colegio, por eso he venido solo con mi Adriancito.


-Pasa, Martina, tú ya sabes como es todo aquí, siéntete como en tu casa.


-Sí, señito, muchas gracias.


Cuando Martina entró a la sala encontró muchas luces encendidas, hacían un ruido silencioso. En la entrada de la sala, había un Papá Noel de su tamaño que se movía pausadamente y un árbol de Navidad que la dejó perpleja por breves minutos.


-Sí Martina, hemos adornado la casa.


-Está muy bonita, señora.


-Tenemos adornos que tienen generaciones en nuestra familia, así que, por favor, limpia con mucho cuidado.


-Claro, señora, no se preocupe, le dijo, mientras trataba de sostener a Adrián que se le quería escapar de la mano para ir a ver unos carritos que daban vueltas en un riel de un tren.


Martina observó un rato más ese árbol, tan gigante y esplendido que se extendía por entre la sala. Sus luces reflejaban sus ojos brillosos y las líneas de su rostro se pronunciaron más ante la llegada de su sonrisa. ¡Qué bello árbol!


-No sabía que estábamos en el mes de la Navidad, señora.


-Ay Martinita, con tantas cosas que tienes que hacer seguro se te olvidó.


-Sí, señora, con el trabajo a veces una ni se acuerda que día es hoy.


-Me imagino, pobre Martina, la vida que “te ha tocado vivir”.


Lo dijo así, como si fuera un destino inquebrantable. Eso dejo pensando a la señora Quispe, “¿será de esa forma?, ¿que mi vida fue escogida así, sin más remedio que condenar también a mis descendientes? Y, la señora Mónica, ¿por qué su destino parece tan benevolente con los suyos?”.   


La casa era grande, así que decidió empezar por los cuartos que estaban en el segundo piso, así evitaba que Adrián rompa algo de esa sala tan vivamente adornada.


La Navidad impone cargas pasadas para quienes tienen mi destino, pensaba Martina, mientras sacaba las sábanas de los cuartos para llevarlas a la lavadora. ¿Qué haré si Eliseo y Adrián me piden juguetes? ¿Qué haré si quieren un árbol en la habitación? ¿Qué haré? Si solo tenemos dos camas, una cocina con dos hornillas instalada en una mesa vieja de madera y dos sillas de plástico. ¿Qué hare ahora que ya viene la Navidad?


El jalón del pantalón de Adrián la sacó de sus pensamientos, su manito un poco cuarteada por los desvelos de las madrugadas le arrugaba débilmente el pantalón.


-Mami, ¿podemos tener un árbol de Navidad en la casa?


-¿Qué dices pequeño? ¿Por qué quieres un árbol? - Martina no entendía el repentino deseo de su hijo- ¿Por qué me pide un árbol y no juguetes?, se preguntaba.


-Sí mami, por favor, hay que comprar un árbol así de bonito como el de esta casa.


-Eso está muy caro, bebé, no podemos comprarlo. Pero, te prometo que te compraré un regalo bonito, ¿Qué dices?


-Está bien, dijo el pequeño, mientras se alejaba para seguir jugando en la esquina de esa habitación.


Adrián, aunque era aún muy pequeño, había aprendido a no hacer berrinches ante una negativa. No porque fuera maduro, sino porque había descubierto a su corta edad que ningún llanto iba a darle lo que buscaba. Antes lo había intentado, hizo pataletas, lloro, se revolcó en el suelo, pero nada hizo doblegar a su madre de comprarle unas golosinas. Comprendió entonces que, si Martina decía que no, era porque nada podía cambiar ese designio.


Salieron los dos de esa casa como si tuvieran que despertar de un sueño. El aroma de esa casa era tan tranquilo que cualquiera podría sentirse contento si viviera en un lugar así. La protección que se respiraba no se comparaba a las frías calles que tenían que recorrer para llegar a su habitación.


En la tarde, cuando Eliseo llegó a casa, Adrián se le acercó corriendo a contarle todo lo que había visto en la casa de Papá Noel, así decidió llamar a ese lugar mágico. Los dos empezaron a imaginar cómo seria tener un árbol con esas luces brillantes instalado en su habitación. Seguro que sí habría espacio para un árbol, pensaban.


-Si retiramos las sillas y las movemos a un lado, escondemos las cajas de ropa debajo de la cama, puede entrar ahí un árbol pequeño- le decía Eliseo.


-Sí, ahí en el medio, hay que ponerlo, le indicaba Adrián con el dedo.


-Adrián, ¿Por qué quieres un árbol?, le preguntó con curiosidad Eliseo.


-¿No sabes?, si tenemos un árbol Papá Noel vendrá con nuestros regalos -le dijo el pequeño, bajando la carita- pero, mamá dijo que no podemos comprarlo.


-No importa, vamos a buscar uno en la calle, seguro conseguimos, le dijo Eliseo, como si fueran a encontrar tesoros en sus paseos buscando botellas de plástico.


La noche llegó y había que salir a buscar botellas. Eliseo y Adrián bajaron las escaleras como si hubiera una estampida.


-Niños, ¡despacio! Se van a golpear. ¿Qué les pasa?


-Nada mami, vamos, ¡vamos rápido!

 

La mañana siguiente siguieron con los ojos bien abiertos tratando de ubicar un árbol así de bonito como el de esa casa, solo se encontraron ramas viejas y luces quemadas. La esperanza se les iba acabando, faltaban solo cuatro días para ese gran día, en donde todo es mágico y ningún niño sufre penas. ¿Qué clase de tradición es esa en la que premian a los que nunca padecen y castigan doblemente a quienes apenas se sostienen? ¿No hay acaso división más grande que la Navidad? La unidad que se pregona se quiebra cuando hurgamos en las casas sin salas para árboles de Navidad, pese a eso, el destino siempre es benevolente con quienes se lo merecen, al menos eso quería creer la señora Quispe.

 

Ese día, cuando ya la luna estaba radiante en el firmamento, Adrián que había perdido toda ilusión, vio a lo lejos unas ramas verdes apenas vibrantes tiradas en el piso. El árbol, aunque quebrado aún podía sostenerse en pie y le mostraba a Eliseo y Adrián que los milagros existen, que la Navidad también era para ellos.

 

-¡Un árbol!, mamá- gritó Adrián, mientras se le salían los zapatos por los brincos que daba.

 

-¿Qué? Volteó a ver Martina que hace días andaba preocupada por buscar qué darles a sus hijos en Navidad.

 

-¡Tenemos un árbol!, mamá, dijo Eliseo. Hay que llevarlo a la casa y ponerle los adornos para que brille tanto como la luna.

 

Martina se entusiasmó junto a sus hijos, le gustaba verlos tan felices, aunque le impresionaba que se pusieran así de contentos solo por un árbol que en nada los iba a beneficiar. Depositó todos sus esfuerzos por cumplir el sueño de sus hijos, le pusieron adornos que compraron en la cachina de su barrio y construyeron una estrella dorada con los crayones de Eliseo.

 

La noche buena llegó, Martina había instalado su mesa pequeña al lado del árbol y les preparó una chocolatada con el panetón que le regaló la señora Mónica. Los tres estaban sentados en sus sillas de plástico contemplando ese árbol algo torcido en medio de su habitación.

 

Martina observaba a su pequeña familia con algo de calma, pensando que tal vez era verdad, que la Navidad era para todos, que con poco podían construir un ambiente cálido y que ella había podido brindarles alegría a sus hijos. Mientras meditaba sobre eso, salió un momento de la habitación hacia el lavadero colectivo, que compartía con las personas que vivian en ese piso.

 

Ante la ausencia de Martina, Adrián aprovechó para susurrarle algo a Eliseo. Había entre ilusión y decepción en los ojos del menor de los hijos que trataba de balbucear algunas palabras.

 

-Eliseo, Papá Noel aún no ha llegado con nuestros regalos. ¿Le escribiste bien nuestras cartas? ¿Le dijiste que podía entrar por nuestra ventana porque no tenemos chimenea?

 

-¡Shhht!, mamá te va escuchar, sí le escribí bien y lo dejé en el zapato. No te preocupes, seguro mañana cuando despertemos, encontraremos nuestros regalos. Mejor hay que dormir rápido.

 

-¿Sí? ¡Verdad! si estamos despiertos puede que no quiera entrar.

 

Martina que había salido a lavar los platos, se encontraba escuchando detrás de la puerta de la habitación, mientras procesaba las palabras de sus hijos como si fueran flechas apuntando a su pecho. Cuando ingresó, sus pequeños estaban envueltos en sus mantas, soñando con ver desprenderse de ese mágico árbol esos ansiados regalos.  


Contempló el árbol, vio emanar esas luces opacas, esa estrella mal cortada, esas perlas quebradas colgando entre las ramas.


Con paso silencioso, se recostó en su cama y en posición fetal se tapó la boca con la mano. Vio caer lágrimas sin sollozos, ni alaridos, obligándose a no emitir sonido alguno. Sus mejillas se poblaban de agua salada a la vista de ese árbol de Navidad que le recordaba que, en su vida, en esa que “le había tocado”, no había un Papá Noel que la llenara de regalos, ni esperanza que la abrazara para un destino diferente.    



 
 
 

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