El ocaso
- pedrocasusol
- 2 mar
- 7 Min. de lectura
Escribe: Ivone Ladiv
Todos los atardeceres vistos desde la inmensidad del mar parecen siempre perfectos. Este en particular no trasmitía exactamente ese aire de completitud, sus reflejos eran tenues y las olas irrumpían toscamente. Una mezcla de belleza y angustia en lucha constante.
No se parecía mucho al ocaso de ese día, cuando me despedí de él, mientras el sol acariciaba el mar cubriendo de rojo naranja el cielo. Mostrando una perfección deslumbrante.
Ahora en cambio, el cielo ya no se teñía de rojo. El sol ya no mostraba orgulloso sus brillos, ni había imágenes magnificas de historias pegadas en medio de las nubes. Es como si, incluso el atardecer me revelaba que todo había cambiado.
No obstante, me gustaba así, tenue y parco. Sin reflejos de belleza absoluta. Solo una línea formada por la rotación de la tierra que hacía parecer que un camino se había abierto en medio del mar. Me daba la impresión de mostrarme una senda que tenía que recorrer, aunque eso implique hundir los pies y dejarme arrastrar por las olas dejando que hagan lo que uno no puede: adentrarnos en el pasado y devolvernos renovados al presente.
Había huido a la playa con unos amigos para no ver más atardeceres perfectos. Quería un espacio para respirar sin el peso de saberme vulnerable y sola al mismo tiempo. No era la idea de que me había dejado por otra mujer lo que me tenía así, sino la sensación de despedida total de aquella persona con la que había compartido una década de mi vida. Sus ojos, sus manos, hasta su voz seguramente serían las mismas, mas no así, su interés por mí. Ya no iba a sentarse a escuchar mis historias, ni a compartir mis momentos más aciagos.
En medio de esa nube gris instalada a mi alrededor, apareció junto a uno de mis amigos, un chico que no parecía interesado en disfrutar del día como los demás. Sus pies parecían moverse por inercia, solo por la mera actividad mecánica, sin ritmo ni gracia.
Él me vio, no pareció sorprenderse por mi presencia, pero si por mi llanto, este era silencioso, casi imperceptible. Se acercó a mí como quien conoce a alguien de toda la vida.
-¿Está todo bien?, me dijo. Salí de mis cavilaciones de improvisto y me vi avergonzada secándome las pocas lágrimas que me habían saltado por los ojos.
-Sí, gracias, le dije con una sonrisa forzada.
Se sentó a mi lado sin preguntar más. Sus ojos se dejaron llevar por los surcos grandes que había cavado alrededor de mis pies. Un silencio acompañado se apoderó de ese momento. Ambos nos quedamos mirando fijamente el ocaso, mientras nuestros amigos chapoteaban en la orilla del mar.
El chico seguía sentado a mi lado esperando que, tal vez que como a mí, la brisa del mar nos quite la nostalgia venida de meses pasados. Sus ojos se perdían de rato en rato en la inmensidad del mar y daba respiraciones profundas como quien contiene una emoción.
Hasta que con tono algo pausado me preguntó si quería ir a tomar algo. Fuimos a un pequeño bar que quedaba cerca de la playa. Mientras caminábamos, me ponía a pensar en las razones por las que había aceptado ir con él, dejando a mis amigos. ¿Será que he visto reflejado en él mis emociones silentes? Volteé a verlo para ver si descubría algo. Utilice al máximo mis sentidos para ver a través de su rostro como sugería Helen Keller. No descubrí nada en absoluto, era un rostro sin expresiones, como si se hubiera propuesto en algún momento de su vida ocultar al máximo sus sentimientos. Ni risa, ni llanto, solo serenidad.
-Soy contador. Trabajo en Interbank – me dijo, tratando de romper el silencio, mientras volteaba a verme con sus anteojos cuadrados. Y ¿Tú? – me hizo la repregunta más predecible y menos deseable por mi estado de ánimo de esos momentos.
-Por el momento no tengo trabajo, le dije, renuncié hace algunos meses por temas personales. Estoy tomándome un tiempo para pensar. Cuando terminé la oración sentí que había revelado un asunto bastante íntimo y esperé que su espíritu no sea lo suficientemente profundo como para notarlo.
-¡Oh! – me dijo – Pero, ¿estás buscando trabajo? Yo quería responder: ¡Por supuesto! Tengo deudas que cubrir y si no encuentro trabajo pronto me veré en quiebra. Luego pensé que era demasiada información para alguien a quien recién conocía.
-No por ahora – argüí incómoda - pero dentro de unos meses trataré de ubicar algo.
Llegamos al bar, pedimos dos cervezas heladas y empezamos a bailar al ritmo de la música. Nada fuera de lo normal, pero de rato en rato cuando nuestros pies chocaban nos mirábamos para soltar risas nerviosas. En confidencia parecíamos decirnos: ese ritmo no lo conozco.
Entre una botella y otra más, se animó a decirme que había terminado con su enamorada hace a penas dos meses. “¿Cómo puede acabarse todo así de repente?” Me expresó apretando sus labios como si quisiera cerrarlos para siempre. Su rostro ya no era sereno, este trasmitía profundo pesar, note que sus manos sudaban tratando de esconder su ansiedad.
Logré descubrir todas sus emociones contenidas solo observándolo. Entendí por fin lo que decía Helen Keller: “¿Acaso no muchos de ustedes, los que ven, pueden contemplar un rostro sin fijarse realmente en él?”. Nos hemos convertido en hologramas decía Karla Suárez en su novela “Habana año cero”. Caminamos sin mirar, y, sin embargo, todos están buscando ser escuchados.
-No lo sé – repuse. Tal vez, solo somos momentos. No hay eternidad en un mundo destinado a perecer. Aún así, las ausencias no buscadas duelen mucho.
-¿Y tú? Me preguntó. ¿Te ha pasado algo parecido? Lo miré algo desorientada, no sabía cómo explicarle que no había logrado encontrarme de nuevo, después de mi ruptura.
-Sí, también me han dejado, le confesé mientras me preguntaba si esa era realmente la expresión exacta. Y sabiendo la imprecisión agregué: O más bien, yo lo dejé cuando descubrí que ya no me amaba. Él no se atrevió a hacerlo. ¿Y sabes? … eso duele más.
Fuimos caminando por toda la orilla del mar, mientras reposaba de rato en rato sus manos en mis hombros. El cielo curiosamente estaba lleno de estrellas. No era común tener cielos despejados en la noche en Lima, al menos no para mí, siempre me habían parecido grises y ásperos. Llenos de químicos y sin gracia.
Este cielo, sin embargo, era todo menos gris, las estrellas brillaban como tratando de equiparar su luminosidad a la del sol. No sabían que están lo suficientemente lejos como para que sus esfuerzos hagan siquiera algún resultado. Concentrarse solo en una no tenía mucho sentido. Verlas en su completitud era lo mágico.
Tal vez fue eso o las olas del mar o la brisa que nos acompañó todo el camino, lo que me llevó a chocar un poco su codo y decirle, como quien ve a una persona, “mira el cielo está dando un espectáculo, las estrellas han hecho su aparición venciendo el smog. Dicen que hay determinados días en los que se puede ver Venus. ¿Te imaginas tener un telescopio y poder verlo?”
Me volteó a ver sonriendo, su rostro ya no era parco, se había permitido dejar aflorar algunas emociones. Sacó su celular como quien necesita buscar alguna información.
Por esos breves segundos, sentí una gran decepción. Yo le había dicho que mire las estrellas, que se deje sorprender por los misterios del universo y él lo había arruinado sacando su celular. Eso pensaba, hasta que me mostró una aplicación y levantando el celular al cielo, me dijo, mira: “Venus está aquí por eso no la observas y esas estrellas juntas – señalándome la ubicación con su dedo- son capricornio”.
Las líneas invisibles unían una estrella con otra formando la constelación de mi signo zodiacal. Fue cuando empecé a sentir algo parecido a la alegría y casi como quien hace una confidencia graciosa le dije: “Hipatia estudiaba las estrellas”. Él me miró con ánimo desconcertado, el celular era inservible para mi afirmación que parecía descontextualizada.
-¿Quién es ella?, preguntó. Mis ojos brillaban ante esa conversación que iba a iniciar. Puse mis manos en su brazo y apoyándome sobre él le respondí con tono emocionado.
-Hipatia de Alejandría. Se dice que nació entre los 300 a 400 años d.C. Es considerada la primera mujer astrónoma. Tuvo una vida consagrada a la búsqueda del conocimiento.
-No he escuchado de ella, me dijo.
-Me lo imagino, es muy común ocultar los aportes de las mujeres en todos los ámbitos del saber- mi rostro se había hecho firme y mis manos se movían con fuerza-. Se afirma que su padre fue Teón, un filósofo y matemático reconocido, quien la educó como quien trata con una igual. ¿Te imaginas lo que habría representado una mujer con un conocimiento vasto en astronomía, matemática y filosofía para la época?
-Debió ser toda una revelación. ¿No tuvo opositores? Dudo que la hayan aceptado sin protestar. La participación de las mujeres en la educación ha costado muchos siglos de lucha.
-Sí, de hecho, la asesinaron por considerarla un peligro. No pudieron tolerar que una mujer forme a los futuros gobernantes y filósofos.
Mi mano seguía dentro de uno de sus brazos que parecía querer seguir sosteniéndome como si quisiera conservar esa escena. Me miró de reojo como si nuestra conversación le hubiera dado el impulso de hacer lo que no se había atrevido en la pista de baile mientras nuestros pies chocaban.
Ese día me acosté muy tarde en la habitación que habíamos alquilado con mis amigos. Llegué sigilosamente para no despertar a nadie. Mi entusiasmo se había instalado luego de varios meses de zonas grises y días oscuros. No fue el beso que nos dimos lo que me había conmocionado. Era la conversación sobre Hipatia.
Por muchos meses sentía que me había perdido sin lograr encontrar una salida que me lleve de regreso a mis pasiones. Yo era un holograma andante y sin rumbo. ¿Cómo pude olvidar aquel verso de Manuel Scorza? “Hay cosas más altas que llorar amores perdidos”. ¡Claro que las había! Esa noche lo recordé y volví a sonreír.

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