top of page
Buscar

Adiós, Huamanga

  • pedrocasusol
  • 27 ene
  • 7 Min. de lectura

Escribe: Alberto Eyzaguirre


Era una mañana soleada, el cielo huamanguino intensamente celeste contrastaba con los blanquísimos copos gigantes de nubes; sin embargo, nosotros nos sentíamos atrapados en una confusión de sentimientos. Estábamos con mis padres y hermanos, en el ambiente de espera de la agencia de transporte, emocionados, pero también tristes, a unos metros del bus que en unas horas partiría a nuestro destino.


Nos mudábamos de casa y de ciudad. Nos mudábamos de vida.


Me sentía como las pequeñas plantas que, de pronto, son arrancadas para ser trasplantadas y sus raíces aun siendo tiernas se aferran a la tierra. Era una sensación dolorosa, nueva y desconcertante.


Mientras los encargados de la agencia cubrían los equipajes con toldos tensados por sogas en todo el contorno de la parrilla del bus, en nuestra memoria también se iban encerrando y amarrando con cuerdas invisibles los recuerdos, las vivencias acumuladas hasta ese momento.


—¡Rorrrrrrr! roorrrrrrr, roorrrrrr… —el motor ya había sido encendido, tenía un sonido ronco y grave.


Cuarenta minutos antes le había preguntado a mi madre:


—¿Cuánto falta para partir?


—Media hora más o menos hijito —respondió.


—Espérenme un ratito, tengo que despedirme —dije, sin explicar nada.


—¿Despedirte?  ¿De quién? ...


No había terminado ella de preguntar cuando ya estaba corriendo en la calle, emprendiendo una carrera corta de una cuadra y media. Tenía una sensación de angustia en el pecho, una emoción triste contenida que no sabía explicar.


Sentía que tenía que despedirme, nadie podría entenderme en ese momento, solo corrí hacia allá para hacerlo.


Recorrí toda la cuadra donde vivíamos, al llegar a la esquina, crucé la calle, avancé unos metros y con mi corta estatura de un niño de diez años, abrí los brazos lo más que pude, queriendo abarcarlo todo y abracé, abracé y abracé.


Abracé en silencio por un largo rato la tibia pared del muro de mi Escuela primaria. Las yemas de mis dedos se adherían con suavidad a la superficie algo rugosa e irregular de sus paredes. Sentía que acariciaba un segmento del rostro de un gigante que con tranquilidad permitía acercarme y tocarle. Todo mi cuerpo percibía una especie de vibración maternal y cálida al contacto con la superficie del muro ya entibiado por el calor y la luz del sol huamanguino.


Le dije que debía de partir, que no lo podía evitar, que yo no entendía por qué tenían que separarme así tan abruptamente. Susurré con palabras entrecortadas que lo iba a extrañar mucho y una ligera sensación de humedad surgió en mis ojos. Sequé mis lágrimas y para despedirme, besé su muro. En ese beso y abrazo sentí la presencia de mi profesora, la señorita Raquel y la imagen de mis compañeros de salón.


En mi mente empezaron a sucederse muchos momentos de plena felicidad en sus aulas, en su patio, en el auditorio, en el descanso a modo de balcón de la escalera hacia el segundo piso, el uniforme tipo comando de color beige con cristina en la cabeza y galones en la hombrera.


Estaba rememorando los juegos que teníamos en los recreos como daños o canicas, pelis, porotos, ... cuando reaccioné.


—¡El bus estaba por partir!


Ya me había despedido y de algún modo me sentía reconfortado. Nuevamente, emprendí la carrera de retorno hacia la empresa de transportes.


Para sentirme mejor trataba de pensar en los sitios nuevos que conocería en Lima. Mis padres decían que íbamos a tener una mejor vida y que, incluso en los cumpleaños, recibiría como regalos triciclos o bicicletas, lo cual me parecía increíble.


También pensaba en el día anterior. Aún no entendía del todo, por qué, cuando fui a despedirme de la familia en el barrio de San Blas, el tío Antonio me decía sonriendo:


—Qué bien, así que te vas a Lima ¿no?


—Sí, tío.


—Cuando regreses, vas a hablar como limeñito, ya no vas a decir gallo - gallina, sino gaio - gaína, ja, ja, ja —y soltaba su risa característica.


Luego comprendí que se refería al modo de pronunciar algunas palabras, por parte de los limeños que no pueden diferenciar las elles de las yees.


Mientras corría de regreso y estaba por voltear la esquina hacia la agencia de transporte, miré a media cuadra la tienda de abarrotes de mi abuelita y me detuve un momento. Más de un mes atrás, aprovechando las vacaciones escolares, había aceptado trabajar ayudando en su tiendecita.


—¡Diego, sube ya al carro! —escuché un llamado fuerte de pronto que me sacó del estado reflexivo en el que me encontraba.


Era la voz de mi padre. Había estado observándome.


Caminé los pocos metros que faltaban para llegar a la agencia. Sobre uno de los lados del bus, entre las ruedas delanteras y traseras, se leía en grandes letras negras: Hidalgo S.A. Con la letra H más grande y extendida, a los lados del bus tenían pintadas unas franjas de colores naranja, negro y dorado.


De pronto, con temor, visualicé aquello que no había querido recordar hasta ese instante. La ruta hacia Lima, en aquellos años, era por Huancayo. Y aún sin haberlo recorrido era conocido que se tenía que pasar largas horas bordeando grandes abismos con el río Mantaro al fondo, atravesando zonas peligrosas por lo estrecho de la carretera. Las lluvias y grandes deslizamientos de lodo o huaicos podían caer en cualquier momento en el camino.


Incluso, cuando jugábamos con Fito, José y Sebastián, jalando con cordeles nuestros carros y camiones que transportaban piedras por senderos angostos y abismos que eran las veredas o escalones de piedras, Sebastián decía:


—Va avanzando a toda velocidad el bus de Hidalgo, pero llegando a Huaqoto, cae un gran huaico y el carro se desbarranca al río…


¡Huaqoto!, mi mente repetía ese nombre una y otra vez, ¡Huaqoto!  El temor me empezó a invadir.


Habíamos escuchado mucho ese nombre asociado a trágicos accidentes en la carretera. Era el nombre de una quebrada peligrosa ubicada cerca al poblado de Anco en Huancavelica, por donde descendían las aguas de las alturas de modo imprevisto que muchas veces inundaba la carretera. A veces ocurrían deslizamientos de lodo y piedras con tal fuerza que arrastraban carros y buses hacia el fondo del abismo donde el río Mantaro bramaba acechante. Muchas vidas y unidades de transporte se perdieron en esos accidentes.


—Papá, ¿podremos pasar Huaqoto sin problemas? —pregunté asustado.


—No te preocupes hijo, ahora iremos por la nueva carretera que va por Pisco —respondió, tranquilizándome.


Ya había transcurrido más de media hora y mi madre y hermanas ya subían al bus. Nuestros vecinos nos acompañaban para despedirse y no podían ocultar sus rostros tristes y llorosos. Nos abrazaban con fuerza, deseándonos suerte y éxitos en la capital.


A pesar de ser una mañana soleada, se percibía una sensación de tristeza, pues se interrumpía una vida compartida entre familias con muchos años en el vecindario. 


Nos acomodamos en los asientos del bus. Desde los ventanales podíamos ver a nuestros vecinos acongojados haciéndonos señas y gestos de despedida. Nosotros también movíamos nuestras manos despidiéndonos mientras el bus avanzaba por la calle San Martín, enrumbándose a la salida de la ciudad.


Las imágenes de las casas con sus puertas y ventanas se sucedían con rapidez por la ventana del bus, como escenas de un rollo de película que se desenroscaba sin detenerse. No dejaba de mirar las calles de la ciudad tratando de despedirme en silencio de todo.


—Adiós Huamanga —me susurraba a mí mismo—, adiós parque Sucre, adiós cine Cáceres, adiós Estadio, adiós pampa del Arco.


Así me iba despidiendo de cada lugar que visualizaba por el ventanal mientras el bus avanzaba en su ruta de salida.


No había reparado en mi ubicación al interior del bus, pero tenía compañía en mi asiento ¡Y era una muchacha como de mi edad! Al rato la reconocí, era una chica que vivía por el barrio de San Blas. La saludé algo temeroso. Se veía mucho más simpática de cerca y tenía una sonrisa agradable.


—Un caballero debe cuidar y proteger siempre a una dama —me sobrepuse, recordando las enseñanzas de cortesía que nos impartía la profesora Raquel.


Me acomodé en el asiento, respiré hondo y profundamente. Una sensación de calma y tranquilidad me invadió. Después de mirarla de reojo, adopté una postura más varonil y la ayudé a acomodarse una pequeña frazada colorida que ella traía.


—¿Te ayudo? —le dije, solícito.


—Gracias, eres muy atento —me dijo sonriendo.


Vestía con una falda corta de un azul encendido que contrastaba con la piel suavemente rosada de sus muslos. Al verlos, sentí una especie de descarga eléctrica recorriendo todo mi cuerpo. Me miró con sus grandes ojos negros que parecían envolverme con un manto mágico y me regaló un destello de su bella sonrisa.


—¡Una chica guapa y sensual cerca de mí! —pensé.


Sentí una emoción extraña y nueva, la sangre empezaba a circular a mayor velocidad y eso me infundió gran valor. Su sonrisa, sus ojos y la visión de sus muslos se adueñaron de mi mente. Estaba atrapado. Ahora sentía otra motivación, de pronto me sentí más fuerte, más valiente, podría enfrentar, si fuera necesario, cualquier reto y defender con honor a la dama que iba a mi lado.


Desde la cuesta sobre Huamanga, entre tunales, árboles de molle y eucaliptos que van orillando y acompañando el camino, se observaba hacia abajo la ciudad empequeñeciéndose cada vez más y más. El poderoso motor tronaba y rugía en la carretera, imponiendo su avance victorioso. Ya no se podía volver atrás.


Un chispazo gigante de luz brillante latigueó sorpresivamente el camino en el abra, cerca al desvío hacia el pueblo de Socos. Era un relámpago fulminante que parecía querer impedir el avance del bus de pasajeros a Lima.


—¡Zzzzcrashhhh!... ¡Brooooommmm!… —el sonido intenso, cortante y grave de un gran trueno retumbó en los aires y se repitió tres o cuatro veces más.


Enseguida se desató una lluvia torrencial y el cielo a la salida de Huamanga se tornó gris, las nubes anunciaban más lluvia.


Desde el ventanal se observaban destellos de relámpagos enmarcando una tarde fría y lluviosa ¡Los cerros circundantes se abrazaban unos a otros! Parecían acomodarse sus ponchos gigantescos.


La tierra se tornaba marrón y barrosa. Pequeños chorros de agua de lluvia acumulada descendían de algunas laderas adyacentes a la carretera formando menudos ríos. La temperatura descendía al interior del bus.


Mi bella acompañante empezó a inquietarse. Sus muslos en parte desnudos y casi juveniles encendían un nuevo tipo de fuego en mí, inquietándome.


—La temperatura está bajando más —dijo— ¿Y tú, no sientes el frío? —preguntó como susurrando mientras acercaba lentamente su cuerpo hacia mí.


(Del libro de cuentos: “El colibrí mágico” de Alberto Eyzaguirre, publicado en noviembre de 2023 por la Editorial Altazor)



 
 
 

Entradas recientes

Ver todo

Comments


Subscribe here to get my latest posts

Thanks for submitting!

© 2023 by The Book Lover. Proudly created with Wix.com

  • Facebook
  • Twitter
bottom of page