Escribe: Thalía Correa
No soy fan de los museos. Ya sé que todos no son iguales, hay unos más interactivos, tal vez más coloridos, pero si pienso en museos me aburro al instante. Tampoco estoy cerrado a ellos, el proceso de elegir es el que me cuesta, igual no tengo algo más interesante que hacer esta semana, y las cuatro paredes de mi casa me están generando ansiedad. Necesito hablar con personas, un contacto real. Aunque agradezco a la tecnología que ayudó a cortar distancias, para mí no hay nada como ir por un café y hablar de cómo nos fue en la semana. Me dicen anticuado, pero realmente aprecio los detalles que no puedes tener en una video llamada, como, por ejemplo, las micro expresiones, los abrazos, los olores, los regalos, lo cálido de saber que otra persona está respirando cerca.
Además, Trabajar desde casa solo me ayuda a encerrarme más en mi cueva. Tengo 15kg de sobrepeso, y por mi estilo de vida calculo que se quedaran conmigo un buen rato, dejé crecer mi cabello y ahora también tengo barba. Cumplo 30 años en agosto. Vivo solo, no me gustan los grupos de más de tres personas porque pierdo información al interactuar, eso me lleva a decir que sumado a todo, proceso lento mucha información. Soy paciente porque tuve que aprender a serlo para mí. Mis dos amigos ya tienen familia, mujeres maravillosas que hacen difícil cuadrar los tiempos libres de mis amigos para poder juntarnos y sé que cuando vengan los niños será peor. Lo sé. No estamos muy lejos de eso. Desde que entendí eso hago planes solo, cine, teatro, restaurantes, cafeterías, a todos lados voy solo. Hoy escogí el Museo de Historia Natural. No es mi mejor opción, pero me queda cerca.
No tengo muchas expectativas, solo quiero estar fuera de casa y ver gente. Pago mi entrada y una señorita muy amable me acompaña por las diferentes salas, no escucho nada de lo que dice, pero la veo sonreír y yo solo asiento con la cabeza, evitando cualquier contacto visual.
-Por favor, espere aquí. En 5 minutos empieza el recorrido.
Me quedo viendo como la señorita risueña se aleja de mí. Reviso mi teléfono con la esperanza de tener un mensaje por contestar, pero nada. No tengo suerte. Saco mi releído Club de la Pelea. Una sola regla… Escucho llamar a los interesados en la experiencia: 30 minutos de historia con dinosaurios. Me siento tranquilo hasta que un grupo de niños corre hacia mí. Gritan y saltan. Lo que menos necesito en mi vida, desorden. Busco la puerta para seguir mi camino, no quiero estar más tiempo con los pequeños salvajes. Me detengo al verte caminar en nuestra dirección con un mandil azul, lo cual te da una pinta de maestra, no te queda nada mal. Nos preguntas si vamos a la experiencia. No lo pienso dos veces y digo que sí.
Eres la guía. Estoy encantado, ya no escucho nada que no sea tu voz dirigiéndonos. Me infiltro con los pequeños salvajes, como si mis casi dos metros de estatura pudiesen disimularse. Nos explicas las reglas de la experiencia. Te presentas como Fernanda, me río, y pienso en las madres que tienen nueve meses para bautizar con nombres maravillosos. Eres la primera Fernanda joven que conozco. Me preguntas de qué me río, todos voltean a verme, quieren respuesta, y me da vergüenza.
-Solo recordé algo gracioso. Disculpa.
- ¿Cuál es tu nombre?
-Me puedes decir Sebas. Sonrío y me sorprendo. Tengo tiempo sin sonreír genuinamente.
Hice silencio durante todo el recorrido para poder observarte, y así es como te ven mis ojos: joven, seguro que rasguñas el metro cincuenta y cinco de estatura, voluptuosa, blanca, con el cabello ondulado, obligado a ser rojo, un aspecto delicado, ojos color café, labios que hipnotizan, una sonrisa amable, un ser elocuente. Es perfecta, dice mi cerebro. Me gusta, ¡háblale! Me mirabas muy atenta, pero soy cobarde.
Salí del museo buscando algo para comer. Pedí una pizza vegetariana. Luego fui por un café. No dejé de pensarte. Necesitaba saber más de ti, cuántos años tienes, qué estudias, dónde vives, si te gusta el café, lo más importante, si tienes novio. Fue lo único que pensé desde que salí del museo. No pude dormir, cerraba los ojos y te recordaba. Me preguntaba a cada rato ¿qué voy a hacer? Después de darle tantas vueltas, te busqué en Facebook, puse todos los filtros de búsqueda que pude y te encontré.
Fernanda, vive en Magdalena, 22 años. Al principio, debo admitir que casi 8 años de diferencia me asustaron, sobre todo por los temas de conversación, ¿de qué habla la gente de 22 años? pero no me cerré a la posibilidad de hablarte. Le conté a mi amigo y me dijo que tuviese cuidado, que estás muy pequeña. Quedé sorprendido por el concepto que tenía mi amigo sobre mí. Nos conocemos desde el colegio, me conoce, sabe que soy incapaz de siquiera faltarte el respeto ¿o no?
Dejé de hablarle por un tiempo, sinceramente me sentí dolido. Pero tenía cosas más importantes en las que pensar, por ejemplo, si te escribía qué iba a decir exactamente. Pasaron dos semanas en las que pensaba los pros y los contras de acercarme a ti. Quise buscarte en el museo, pero eso sí podía llegar a ser molesto para ti y tampoco era tan valiente. Tenía que tomar una decisión, y tenía que ser rápido antes de que te olvidaras de mí.
Decidí escribirte, te expliqué el motivo de mi mensaje. Necesitaba hablar contigo, conocerte, que tomáramos café. Envíe el mensaje y cerré la aplicación, pero volví a revisarla todas las noches a las diez. Nada. No tuve respuesta de ti, tampoco leías el mensaje. Lo más probable es que tampoco uses Facebook.
Seguí revisando la aplicación, cada vez con menos frecuencia. Dos meses después tuve tu respuesta, te disculpabas y aceptabas mi invitación a tomar café. No podía creerlo, la chica que me gustaba había respondido mi mensaje.
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